Todavía eres de la piedra y de la honda,
hombre de mi tiempo. Estabas en la carlinga,
con las alas malignas, los cuadrantes de muerte,
-te he visto- en el carro de fuego, en las horcas,
en los potros de tortura. Te he visto: eras tú,
con tu ciencia exacta dispuesta al exterminio,
sin amor, sin Cristo. Has matado de nuevo,
como siempre, como mataron los padres, como mataron
los animales que te vieron por primera vez.
Y esa sangre huela como el día
en que el hermano dijo al hermano:
<<Vamos a los campos. >> Y aquel eco frío, tenaz,