Huraño, el eremita su cubículo deja
y se lanza a la calle. Critica así sus límites;
deja a la soledad que vaya trasmutando
lo impuro de su cueva.
Se vierte, va esparciendo con desmesura trozos
de su propia sustancia en tertulias tangentes,
en cenáculos otros, en círculos opacos. Desperdicia.
A lo más su mirada le lleva a cobijarse,
muy al modo transitorio, en vestigios de lluvia
(conmemora sus bodas con la intemperie). Execra
a toda arquitectura: ya aborrece
lo medido que alberga
lo desmedido, abjura
de la decoración (o la cobarde
imposición de ritmo al aire),
ignora
de su propia fachada la traza; no el verdín
ni el desgaste: sí el rango, sea cual fuere.