Es dulce, cuando el viento zarandea
la planicie del mar interminable,
ver el penoso esfuerzo de los náufragos;
no porque nos provoque complacencia
el mal ajeno, sino porque es dulce
sabernos libres de ese mismo mal.
Es también dulce contemplar magníficas
contiendas en los campos de batalla,
pero sin exponerse a los peligros.
Aunque nada hay más dulce que habitar
los apacibles y elevados templos
que vela la doctrina de los sabios,
y extender desde lo alto la mirada
hacia los hombres que, perdidos, yerran
por la senda azarosa del vivir,
compiten en talento, rivalizan
en nobleza, se afanan día y noche
en alcanzar riqueza y poderío.
¡Oh desdichadas mentes de los hombres,
oh corazones ciegos! ¡En qué graves
tinieblas y peligros se consume
la carrera tan breve de la vida!
¿Cómo no ver que la Naturaleza
nada reclama sino que el dolor
esté ausente del cuerpo, y el espíritu
goce de un sentimiento placentero,
libre de miedo y de preocupaciones?