Monedas de un dios indiferente,
días como islas, cada uno de ellos
con su flora y su fauna,
separado uno de otro por la
noche; y en su silencio agudo, el paso
de un gigante que viene a traernos
el rarísimo don del presente.
Nada es más semejante
a un esqueleto humano que uno
de murciélago: a la hora de los huesos
todos iguales y el alma una cosa
cuya importancia sería fácil
-tratándose, como se trata, de uno mismo-
exagerar. Un museo muy años 60,
con fotos, grabados, el sol
filtrándose a través de ventanas
un poco sucias y una carta de Darwin
escrita en grandes helvéticas:
«Mirando esta tarde los pinzones junto a la costa de Florián...»
Entre la acusada conciencia del pasado,
y la desmemoria,
entre distinguir y confundir
las hojas con la sombra de las hojas,
así existimos, esa fue la forma
que la felicidad tomó para nosotros.
Tampoco del reflejo
se puede saber
si se corre, o muere y nace
de nuevo en la violeta
superficie del mar.