Tú mismo ya cualquier día, vencido por las espantosas palabras de los adivinos, procurarás separarte de nosotros. Pues ¡cuántas fantasías en verdad pueden ellos ahora inventarte, capaces de trastornar las normas de tu vida y de perturbar con el miedo todas tus venturas! Y con razón. Pues si los hombres viesen que existe un límite preciso a sus penas, de algún modo podrían hacerle frente a las supersticiones y a las amenazas de los adivinos. Pero ahora no hay ninguna manera de resistir, ninguna posibilidad, porque hay que temer en la muerte penas eternas. Pues se ignora cuál es la naturaleza del alma, si nace o por el contrario se introduce en los que nacen, si destruida por la muerte perece al mismo tiempo con nosotros o va a visitar las tinieblas del Orco y sus inmensas lagunas o por voluntad divina se introduce en otros animales, como cantó nuestro Ennio, que trajo el primero del ameno Helicón una corona de perenne fronda que extendió su espléndida fama por los pueblos de Italia; aunque sin embargo Ennio cuenta además, proclamándolo en versos eternos, que existen las moradas del Aqueronte, adonde no llegan ni nuestras almas ni nuestros cuerpos, sino ciertos espectros que empalidecen de admirables maneras; recuerda que presentándosele de allí la imagen del siempre floreciente Homero comenzó a derramar amargas lágrimas y a desvelarle la naturaleza de las cosas.
Así que por un lado debemos nosotros tener correctamente una explicación sobre los fenómenos celestes, qué principio determina las trayectorias del sol y la luna y qué fuerza rige a cada cosa en la tierra, por otro lado debemos sobre todo investigar con sagaz raciocinio de qué están compuestas el alma y la naturaleza del espíritu y qué cosa aterra nuestras mentes saliéndonos al encuentro cuando estamos despiertos debilitados por una enfermedad y cuando sumidos en el sueño, hasta el punto de que parece que vemos y oímos delante a éstos cuyos huesos, cumplida ya su muerte, abraza la tierra.