La prolongada dependencia de los niños favoreció la longevidad humana y reforzó la transmisión cultural entre generaciones
Las grandes civilizaciones se construyeron contra los instintos familiares. Los chinos crearon un sistema objetivo para seleccionar a unos funcionarios que no pusiesen a sus familias por delante del Estado, en el mundo cristiano se prohibió el matrimonio a los clérigos con unas intenciones similares y los turcos otomanos llegaron a crear una élite administrativa formada por esclavos extranjeros que no podían transmitir a sus hijos los privilegios adquiridos durante su vida. Todo, para limitar el impulso universal de anteponer los intereses familiares a los generales.
Estos esfuerzos siempre han tenido éxitos limitados. Hubo obispos que tuvieron hijos y los jenízaros turcos acabaron por revocar la prohibición de transmitir el poder a su prole. La familia siempre vuelve, quizá porque el instinto familiar está muy arraigado en la naturaleza humana.
Los niños esconden un potencial inmenso, pero para desarrollarlo requieren de un cuidado intenso y prolongado que con frecuencia supera la capacidad de los padres. Somos dependientes durante años tras abandonar el útero materno y es probable que eso haya incentivado algunos rasgos típicos de la especie. Recientemente, la revista PNAS publicaba un análisis de investigadores de la Universidad de Harvard en el que planteaban que el valor de ser abuelos activos favoreció que los humanos mantengan un buen estado físico mucho después de los mejores años reproductivos y que explicaría también por qué el ejercicio es tan beneficioso en edades avanzadas. Este papel de los abuelos como pilares de la crianza podría ser el motivo de que las mujeres, al contrario de lo que sucede en casi todas las especies animales, puedan vivir décadas después de perder la fertilidad.
La “hipótesis de la abuela” se desarrolló a partir de la observación de las mujeres mayores de la tribu Hadza, en el norte de Tanzania. Kristen Hawkes, de la Universidad de Utah, vio que estas señoras eran muy productivas recogiendo alimentos que después compartían con sus hijas. Esa generosidad favorecía que les diesen más nietos. Años después, el análisis de sociedades preindustriales en Canadá y Finlandia produjo conclusiones similares. A principios del siglo XVII, en Quebec, los registros eclesiásticos permitieron calcular que las mujeres que vivían en la misma parroquia que su madre tenían de media 1,75 hijos más que sus hermanas que vivían lejos. En Finlandia, los resultados mostraban una tendencia similar siempre que la abuela no tuviese más de 75 años.
“La selección natural habría favorecido la longevidad en las especies compuestas por individuos dependientes”, plantea María Martinón Torres, directora del Centro Nacional de Investigación sobre la Evolución Humana (Cenieh), en Burgos. Los frágiles bebés humanos y sus cerebros inmensos habrían tenido más probabilidades de sobrevivir y desarrollarse gracias a las abuelas y ese trabajo habría tenido para nuestra especie la recompensa de una vida mucho más prolongada y saludable que la de parientes cercanos como los chimpancés. Estos animales, fértiles hasta su muerte, sufren ya un importante deterioro físico en la treintena y no suelen superar los 40.
La paleoantropóloga Marina Lozano recuerda que esta función esencial de las abuelas, se estima, comenzó con el Homo erectus, una especie que apareció hace unos 1,8 millones de años. “Es la primera especie de nuestro género que tiene una estructura más parecida a la nuestra y un ciclo vital similar, con un crecimiento más dilatado en el que se separan la lactancia y la niñez y tenemos otra etapa como la adolescencia”, apunta Lozano, del Instituto Catalán de Paleoecología Humana y Evolución Social, en Tarragona.
Es probable que la ayuda de las abuelas comenzase con especies humanas anteriores a la nuestra, pero parece que hace unos 50.000 años se produjeron transformaciones culturales que intensificaron el fenómeno. Según cálculos de la investigadora de la Universidad de Míchigan Central Rachel Caspari a partir de los fósiles de dientes de 768 individuos que vivieron en los últimos tres millones de años, los Homo sapiens del Paleolítico superior multiplicaron el número de individuos que sobrevivían hasta la edad en que podían ser abuelos. En esa época, por cada diez neandertales que morían entre los 15 y los 30 años, solo cuatro superaban esa edad. Entre los sapiens, sin embargo, había 20 que lo lograban.
Los sapiens llevaban ya decenas de miles de años sobre la Tierra, sin embargo, algo sucedió hace unos 60.000 años que incrementó sus capacidades. “Hay una sofisticación cultural palpable, es la época en la que se produce la hibridación con los neandertales y también es la época en la que se produce una migración fuera de África que coincide con migraciones dentro del continente”, señala Antonio Rosas, director del Grupo de Paleoantropología en el Museo Nacional de Ciencias Naturales de Madrid. “Esta fecha es singular, está pasando algo y está claro que está cambiando la organización social y cultural, algo que también cambiaría el valor de los abuelos”, añade.
La capacidad de adaptación cultural incrementó la esperanza de vida de los sapiens aumentando el número de abuelas en aquellas poblaciones. Las mujeres nacen con un número de óvulos que se distribuyen durante los años fértiles. Al ampliarse la esperanza de vida, podría haberse producido un cambio que aumentase la reserva de óvulos para mantener la fertilidad durante más tiempo, pero la presencia de abuelas sin sus propios hijos dedicadas al cuidado de los nietos pudo ofrecer otras ventajas. Las humanas se encuentran entre las pocas especies animales que no pueden tener hijos hasta el final de sus días. Las otras son cetáceos con dientes como los calderones, las belugas, los narvales y las orcas, que también tienen grandes cerebros.
En ese periodo de transformaciones culturales y biológicas que se reforzaban, el aumento de la longevidad habría sido un gran impulso para esa especie que después de muchos milenios de supervivencia se iba a encaminar a una expansión global sin precedentes. “El aumento de la longevidad permite un solapamiento de generaciones que hace posible una acumulación de riqueza excepcional. Los australopitecos no conocían a sus abuelas. Que tú puedas juntar a tres generaciones en una casa es un hervidero de conocimiento que no tienen otras especies. Los humanos no tienen que volver a empezar de cero con cada generación. Eso cambia completamente el valor de la gente mayor”, concluye Martinón Torres.
Esas sociedades donde las abuelas cobraron una importancia cada vez mayor serían las responsables de creaciones artísticas como las de Altamira o Lascaux, mejoraron las técnicas de caza y pudieron sobrevivir y prosperar en una Europa glaciar que vio desaparecer a los neandertales. Aquella especie peculiar, tan frágil durante tantos años, logró su éxito de una forma paradójica según explica la directora del Cenieh. “El éxito de las especies es el reproductivo, pero la nuestra logró el éxito con un incremento del tiempo en que no se es reproductivo”, explica.
Las necesidades de desarrollo del cerebro, el órgano donde reside la inteligencia, pero sobre todo las habilidades sociales de los humanos, cambiaron otros rasgos de nuestra biología que a su vez reforzaron cambios culturales que transformaron el planeta. El apoyo familiar de los abuelos fue uno de los rasgos que pudo definir la singularidad humana. Como en otras ocasiones, la fuerza de la especie surgió de algunos de sus miembros más débiles.