SOBRE LA RESTRICCIÓN DE NUESTRO DERECHO A APRENDER<br />
Reseña realizada por Antonio Lastra<br />
Universidad de Valencia
Robert B. Laughlin obtuvo en 1998 el premio Nobel de Física. En 2005 expuso su paradigma de la "emergencia" -según el cual el todo es más que las partes- en su libro Un universo diferente (publicado en 2007 en español por Katz editores), con el que se proponía "reinventar la física" y rescatarla del paradigma reduccionista. El lector de la autobiografía escrita con motivo de la concesión del premio Nobel obtendrá la imagen de un científico tan genial como convencional, cuyas excentricidades han sabido encontrar siempre un adecuado cauce institucional (cf. https://nobelprize.org/nobel_prizes/physics/laureates/1998/laughlin-autobio.html). Crímenes de la razón empieza, de hecho, con una evocación autobiográfica sobre "el fin de la inocencia", que le permite al autor presentar su tesis principal: la restricción de nuestro derecho a aprender (our rights to learn).
Laughlin no carece de sentido del humor ni de imaginación. Sin embargo, el motivo que le ha llevado a escribir Crímenes de la razón es serio. Algunos comentaristas se han referido al libro como si fuera un breve tratado de ciencia política, y no sería aventurado hablar de sociología del conocimiento o de ecología de la cultura (véanse las pp. 142-143: "La Era de la Razón está siendo desplazada de su nicho ecológico por la Economía del Conocimiento"). Laughlin reconoce que se trata de "un problema político fundamental" (p. 144) y se vincula inequívocamente a una "tradición de pensamiento independiente sobre qué es y qué no es correcto desde el punto de vista científico" (p. 85). El problema político fundamental es, en cierto modo, un problema más antiguo que ha servido para trazar una frontera entre dos épocas: la época de la persecución y la época de la libertad de expresión. La provisionalidad de esa frontera forma parte del problema.
Laughlin apela a la autoridad de Jefferson para justificar la opinión de que "mantener en secreto las ideas es, en muchos casos, una acción noble" (p. 57). Noble o no, lo cierto es que "mantener ciertas ideas en secreto durante mucho tiempo es sumamente difícil, si no imposible" (p. 83). El noble secreto -una variación de lo que Platón llamó la noble mentira- es vulnerable. La razón de que sea vulnerable tiene que ver con el hecho de que la época de la persecución haya llegado a su fin con la Primera Enmienda de la Constitución americana, que garantiza el derecho a la libre expresión. Laughlin argumenta que, en la práctica, la Ley de la Energía Atómica ha restringido considerablemente el ejercicio de ese derecho. La Ley de la Energía Atómica -cuya constitucionalidad no se ha revisado hasta el momento- es sólo la más severa de las pruebas a las que ha sido sometida la Primera Enmienda; toda una serie de amenazas colaterales han hecho del secreto (y de la mentira) un obstáculo formidable para que el derecho a la libre expresión se ejerza como lo que es en realidad: uno más de nuestros derechos a aprender. Laughlin se refiere a la contraposición entre el derecho a aprender y el mantenimiento del secreto como a un enfrentamiento entre Atenas y Esparta. El mundo de la energía nuclear nos habría acercado más, de hecho, a Esparta que a Atenas (pp. 89-90). No es casual la mención de Sócrates (pp. 109-110).
El subtítulo de Crímenes de la razón recuerda el título de otro libro: The Closing of the American Mind, de Allan Bloom, el discípulo más famoso de Leo Strauss, en quien no es difícil pensar como en un "maestro criptógrafo" (cap. 3). El paralelismo es, sin duda, tan deliberado como implícito, y sugiere una discusión más profunda entre la ciencia y la filosofía. Laughlin menciona "filosofía" una sola vez, en referencia a la "filosofía estoica griega" que identificó el logos con "la naturaleza, la razón, el universo y Dios" (p. 53). En la traducción se ha perdido accidentalmente esa mención. Podríamos preguntarnos si, al omitir la filosofía, no contribuimos a alejarnos aún más de Atenas.