Los cadáveres estelares pueden mostrarnos un universo en clave de nanohercios que nunca habíamos visto
Nuestro cuerpo brilla en la oscuridad. De hecho, brilla en la oscuridad y a plena luz del sol, solo que nuestro ojo no es capaz de detectarlo. Por suerte, hemos desarrollado tecnología de captar estas escurridizas partículas de luz y traducirlas en algo que sí podamos percibir. Eso es, por ejemplo, lo que hacen las cámaras nocturnas. Captan la luz que emiten los objetos por el simple hecho de tener una temperatura (la versión moderada del cuando algo brilla al rojo vivo). Eso mismo hacen algunos de nuestros telescopios, como el famoso James Webb, que es capaz de captar el infrarrojo, pero, incluso así, hay mucho universo que permanece invisible para nosotros. La luz, por ejemplo, no es capaz de mostrarnos los primeros instantes de la expansión del universo, porque era todavía muy denso para permitir que los fotones (las partículas de luz), viajaran a través de él. Es entonces donde aparece la astronomía multimensajero y, en concreto, las ondas gravitatorias.
La luz no es la única onda que atraviesa el cosmos trayéndonos información sobre sus confines. Ya Einstein teorizó la existencia de ondas gravitatorias, deformaciones del propio tejido del espacio-tiempo que se ondulaba como la oleada que se produce cuando sacudimos las sábanas sobre nuestra cama. Son ondas invisibles, pero que percibimos gracias a telescopios muy especiales desde hace ya hace algunos años. El caso es que, al igual que la luz, no podemos detectarlas en todo su espectro, ni siquiera con estos telescopios. O, al menos, eso era lo que pensábamos, porque un nuevo estudio científico ha logrado ampliar la paleta de colores con la que observamos el universo. Ahora podemos detectar un tipo de ondas gravitatorias que, hasta ahora, eran “invisibles” en la práctica.
¿Cuál es la frecuencia?
Las ondas de luz no siempre son visibles, la luz que capta nuestro ojo pertenece a lo que llamamos el “espectro electromagnético”, son ondas, como las olas de la playa. Pues bien, cuando estas “olas” están separadas por la distancia adecuada, nuestro ojo las capta y les llamamos “espectro visible”. Todos los colores que conocemos están ahí. Pero, si las “olas” de luz empezaran a acercarse entre sí, tendríamos los ultravioleta, los rayos X y finalmente los rayos gamma. Si se alejan (lo cual las hace menos energéticas), llegamos al infrarrojo, que es lo que nosotros emitimos, el mismo tipo de luz con el que viaja la información del mando al televisor o la que usan los ascensores para abrir sus puertas si algo se interpone entre ellas. Si se alejan todavía más tendremos las microondas y las ondas de radio que nosotros usamos, respectivamente, para esas dos tecnologías: microondas y radios.
Pues bien, las ondas gravitatorias también pueden imaginarse como “olas” que están más o menos cerca entre sí y por ahora solo se nos da bien captar una frecuencia concreta, frecuencias grandes, pero por un motivo muy concreto. Aunque todos los objetos asimétricos producen ondas gravitacionales cuando se mueven, estas son muy débiles. Necesitamos que esos objetos sean verdaderamente enormes para que sus ondas tengan la intensidad que nuestra tecnología puede captar y eso significa hablar de agujeros negros y estrellas de neutrones. El problema es que existe una relación entre la masa de un objeto y la frecuencia de sus ondas gravitatorias (lo cerca que estén sus “olas”) y, estos objetos masivos, producen olas muy alejadas entre sí: frecuencias bajísimas, pero esto supone otro problema. Sin entrar en detalles, los telescopios de ondas gravitacionales (interferómetros), tienen que medir más que la distancia que exista entre las “olas” de la onda que quieren detectar, por lo que, ya sea por la intensidad o por la longitud de onda, estamos limitados a ambos lados. No obstante, esa limitación está desapareciendo.
Una lupa cósmica
Un grupo de investigadores ha publicado un artículo al respecto en la revista Research in Astronomy and Astrophysics. En él explican que han estado observando 57 púlsares en periodos regulares durante 41 meses. Para hacernos una idea, un púlsar es como un faro espacial, un cadáver de estrella tremendamente denso que gira sobre sí mismo a velocidades vertiginosas, del orden de casi mil veces por segundo. Con cada giro, su luz parpadea y ese cambio de luminosidad es sorprendentemente regular, como un reloj. Pues bien, cuando una onda gravitacional atraviesa un pulsar, es como si el espacio-tiempo (y lo que hay en él) se estiraran y contrajeran, como si pasáramos por delante de un espejo de feria. Cambia nuestro tamaño y, por lo tanto, desde nuestra perspectiva, el parpadeo del pulsar también cambia su velocidad. Así es como han estado detectando ondas gravitatorias con una frecuencia muchísimo menor a la que hemos detectado hasta ahora, del orden de nanohercios.
Si se confirman estos resultados estaríamos ante la primera detección de este tipo de ondas gravitacionales y, por lo tanto, es como si tuviéramos un color más con el que ver el universo. Habría fuentes de información que hasta ahora nos pasaban desapercibidas. No obstante, a pesar de fiabilidad de los resultados y la calidad de la revista, los científicos deben ser cautos y hará falta que otros equipos analicen estos datos u otros parecidos antes de emitir ningún veredicto. Puede que la ciencia nos haya regalado un nuevo ojo con el que disfrutar del universo, pero es pronto para decirlo.
Fotografía de portada:
NASA /ESA / CSA / STSCI