La historia suele situar a Wallace en un lugar secundario en la teoría de la evolución, aunque suele concederle más protagonismo en el nacimiento de la biogeografía, la distribución espacial de la vida
Los antiguos griegos y romanos pensaban que en las latitudes ecuatoriales, las llamadas zonas tórridas o tropicales, era difícil la vida, si no imposible. Sus referentes eran los veranos cálidos y secos del Mediterráneo y los desiertos africanos. Para su sorpresa, tras la emergencia del Nuevo Mundo y la penetración en las Indias Orientales, los europeos comprobaron que en los trópicos la vida no sólo era posible, sino que allí se desplegaba en toda su energía, variedad y riqueza.
Hoy día la mayoría de los hotspots de la biodiversidad se encuentran en esas regiones que los sabios de la antigüedad consideraban inhabitables.
Equivocarse es cuestión de tiempo. Y tener razón guarda relación con el lugar desde donde se enuncia una teoría o el sitio que ocupa quien la enuncia. De manera que el tiempo y el espacio importan para la vida y también para la ciencia.
De todo ello dan cuenta los trabajos y los días de Alfred Russel Wallace (1823-1913), uno de esos científicos portentosos e injustamente postergados al que el Museo Nacional de Ciencias Naturales de España le dedica una maravillosa exposición que podrá visitarse hasta el 1 de septiembre de 2024.
Una carta a Darwin aceleró la publicación de El origen de las especies
Cuando en la primavera de 1858 Charles Darwin recibió en su mansión de Down House una carta (con un pequeño ensayo manuscrito) desde las islas Molucas describiendo la selección natural, aceleró la publicación de El origen de las especies (1859).
Su teoría coincidía en lo sustantivo con la de aquel lejano corresponsal, un naturalista viajero que había estado anteriormente en el Amazonas recogiendo insectos y estudiando las especies de primates y que ahora estaba explorando esa región del mundo llena de islas, volcanes, especias y especies que inmortalizó en El archipiélago malayo (1869), uno de los mejores libros de viajes de todos los tiempos.
La línea de Wallace y las Galápago
Alfred Russel Wallace dibujó allí la hoy llamada línea de Wallace, la frontera entre la fauna euroasiática y la oceánica. Las especies evolucionaban y se distinguían unas de otras adaptándose al medio, el mismo fenómeno que Darwin había observado en las islas Galápagos con sus distintos pinzones.
Wallace era un agrimensor reconvertido en entomólogo de campo, un autodidacta con inquietudes sociales, ajeno a los círculos eruditos. En varios sentidos, un excéntrico.
Darwin, por el contrario, era un desahogado gent, formado en Cambridge y que vivía apartado en su mansión en el condado de Kent, un naturalista con gran prestigio, medios y contactos entre las élites victorianas y académicas. Su correspondencia, que supera las 14 000 cartas, le situaba en el centro de operaciones de una red global. No en vano, Janet Browne tituló el segundo volumen de su gran biografía del padre del evolucionismo The power of place.
El papel de Wallace en la biogeografía
Esta disciplina también resultó del esfuerzo colectivo y las observaciones de muchos otros protagonistas, como el prusiano Alexander von Humboldt o el neogranadino Francisco José de Caldas, pioneros de la fitogeografía.
Las polémicas sobre la prioridad de los descubrimientos son tan frecuentes en la historia de la ciencia como la distribución social y geográfica del mérito y la capacidad. La latitud también ha sido un factor determinante a la hora de asignar reconocimiento y originalidad.
Pero Wallace no sólo estudió cómo el medio modifica a los seres vivos. También observó cómo los seres vivos alteran el medio, el efecto de las especies invasoras y singularmente la actividad humana sobre el territorio.
La acción del ser humano
Wallace denunció ya entonces que en Ceilán (hoy Sri Lanka) los suelos estaban sufriendo una erosión irreparable a causa de la deforestación y los cultivos de café.
El poder de nuestra especie para intervenir sobre el medio se ha multiplicado exponencialmente en los últimos 150 años.
En honor de aquel explorador intrépido hoy se llama Wallacea a esa región formada por un laberinto de islas que se derrama entre Borneo y Nueva Guinea. Es todo un síntoma que hasta allí hubieran viajado años atrás los argonautas de la primera circunnavegación, los buscadores de las especias, el tesoro de las Molucas.
Resulta que el verdadero tesoro era la biodiversidad.
Los archipiélagos que exploró Wallace poseen una riqueza faunística única en el planeta, los vestigios de especies que no pudieron cruzar las aguas tras la subida del nivel del mar. Aislados por fosas marinas infranqueables, se conservan allí especies endémicas de aspecto prehistórico, como los dragones de Komodo y esos pequeños primates de ojos enormes llamados tarseros. En nuestros días, las plantaciones de palma de aceite y coco están arruinando estas reservas naturales, tal y como ocurre en otros bosques tropicales.
En el espacio leemos el tiempo, un hecho que ha marcado la biología evolutiva, la geología, la paleontología y la paleogeografía, entre otras disciplinas científicas.
De alguna manera, en esos tristes trópicos residen el pasado y el futuro de la vida en este planeta.
Referencia bibliográfica:
Juan Pimentel, Investigador del Departamento de Historia de la Ciencia, Centro de Ciencias Humanas y Sociales (CCHS - CSIC)
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
Fotografía de portada:
El Museo Nacional de Ciencias Naturales (MNCN-CSIC) inauguró el 2 de noviembre la exposición ‘Alfred Russel Wallace (1823-1913). Biogeografía y Evolución’. Victor Evstatieff / MNCN, CC BY-SA