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Fecha
Fuente
The Conversation
Autor
Josefa Ros Velasco

Aburrimiento, ¿el mal de los tontos y los ociosos?

¿Nos aburrimos todos, sin distinción? ¿Se aburren unos pocos privilegiados? ¿O solo los más desgraciados? ¿Se aburren los que tienen un carácter inconformista? ¿O los que están faltos de interés por el mundo que les rodea? ¿Se aburren las personas inteligentes o solo se aburren los tontos?

Ha transcurrido casi un año desde que se publicó mi ópera prima: el ensayo divulgativo La enfermedad del aburrimiento. En ese título compendiaba una década de investigación multidisciplinar en torno a un fenómeno tan común como es el hecho de que los seres humanos nos aburrimos.

Sí, nos aburrimos. Nos aburrimos de aquellas situaciones que no nos resultan suficientemente estimulantes, nos aburrimos al exponernos de forma reiterada a lo que nos es de sobra conocido, nos aburrimos cuando no sabemos qué hacer –aun siendo conscientes de que deseamos hacer algo– y nos aburrimos cuando hacemos cosas que no son significativas para nosotros.

¿Nos aburrimos todos, sin distinción? ¿Se aburren unos pocos privilegiados? ¿O solo los más desgraciados? ¿Se aburren los que tienen un carácter inconformista? ¿O los que están faltos de interés por el mundo que les rodea? ¿Se aburren las personas inteligentes o solo se aburren los tontos?

Con ese trabajo pretendía dar a conocer en qué consiste la experiencia del aburrimiento desde sus distintas aristas, mostrar qué papel juega en nuestra cotidianeidad, explorar cuáles son sus principales causas y consecuencias y orientar a las personas acerca de cómo librarse del sufrimiento al que nos aboca.

Mitos sobre el aburrimiento

Sin embargo, a menudo tengo la sensación de que he logrado todo lo contrario. Me he pasado los últimos meses respondiendo, en innumerables foros, a algunas de las preguntas planteadas hace dos párrafos, desmintiendo las creencias más arraigadas en nuestra cultura popular sobre el aburrimiento.

Aunque me congratula saber que el tema del aburrimiento ha alcanzado el diálogo público, también me espanta la cantidad de prejuicios con los que se aborda, especialmente por lo mucho que cuesta sortearlos para convencer de su error a quienes los propagan. Mantras que se repiten hasta la saciedad por parte de reconocidos intelectuales y que permean fácilmente en el imaginario colectivo –como aquellos que dicen que el estudio del aburrimiento se encuentra en su infancia, que el tedio nace en el seno de las sociedades modernas dominadas por el capitalismo, que para aburrirse es necesario disponer de tiempo libre o que el aburrimiento es la fuente de la creatividad–. Mitos que se pretenden hacer pasar por verdades, ignorándose que acerca de lo que predican existe ciencia sensu stricto.

Muchos de ellos son inofensivos, simples narrativas que se han instalado en nuestro presente. Otros, sin embargo, tienen el poder de condicionar la forma en la que percibimos la realidad, hasta el punto de llegar a resultar estigmatizantes para quienes viven el aburrimiento de forma problemática.

Los que se aburren no son tontos

Un claro ejemplo de esto es la expresión de que solo se aburren los tontos y los faltos de creatividad. Otro caso muy manido es el que dice que el aburrimiento es el privilegio de los ociosos y los despreocupados.

Todos nos aburrimos –un 3 % de cada 30 minutos de nuestra vida–, pero nadie quiere reconocerlo porque se considera una derrota. El aburrimiento que destilan las sociedades modernas –aunque no son las únicas en las que se padece este estado– es un secreto a voces. Sin embargo, no queremos asumir nuestra responsabilidad en primera persona. Tememos ser señalados como culpables de nuestra desdicha, como si esquivar el aburrimiento fuese siempre una mera cuestión de voluntarismo.

Aburrirse es una condición adquirida de nuestra especie –pero no exclusivamente– que nos ayuda a conocer lo que tiene verdadero valor para nosotros y lo que debemos desechar, cumpliendo con la función de evitar el estancamiento en situaciones que se han quedado obsoletas o que no aportan nada a nuestras vidas.

No hace falta ser tonto para caer en las garras del aburrimiento. El ser más o menos inteligentes no impedirá que, en ocasiones, acabemos presenciando escenarios que nos parezcan tediosos o comprometiéndonos con actividades insignificantes que se nos antojen opuestas a nuestras expectativas.

Al revés, me atrevo a afirmar que tontos son los que presumen de no aburrirse nunca, haciendo alarde de su excepcional capacidad para deleitarse con cada una de las maravillas de la creación y menospreciando al resto de los mortales que no gozamos de su infinita curiosidad. O bien nos toman por idiotas, o lo que sucede es que no tienen filtro alguno.

El aburrimiento del deber

Luego están los que dicen que no se aburren porque no tienen tiempo a causa de sus muchas ocupaciones, como si estas mismas no pudiesen ser aburridas e incluso llegar a despertar un tedio más profundo, cuasi existencial. Caemos en la trampa de pensar que el aburrimiento solo nace en el tiempo del poder –es decir, el tiempo en el que elegimos qué hacer–, cuando es evidente que lo que más hastío despierta es lo que realizamos en el tiempo del deber –aquel en el que se nos imponen tareas–.

No me resisto a traer a colación la famosa cita del escritor francés Abel Dufresne que, de cuando en cuando, algún iluminado rescata en las redes para criticar a los vagos: “el aburrimiento es la enfermedad de las personas afortunadas; los desgraciados no se aburren, tienen demasiado que hacer”. Pero ¿alguien les ha preguntado a los últimos si aquello que tienen que hacer les aburre? ¿O si la escasez de tiempo libre les condena al ennui de vivre? ¿No les convierte su aburrimiento en doblemente desgraciados?

Aburrirse no es necesariamente la consecuencia de que estemos vacíos por dentro o de que seamos poco productivos –por ejemplo, nos aburrimos en el trabajo porque muchas de las tareas que hacemos son repetitivas, monótonas o quizá demasiado fáciles–.

Esto del aburrimiento es mucho más complejo de lo que parece a simple vista –por algo lleva estudiándose desde hace siglos–. Nos hemos olvidado de que, a veces, no tenemos más remedio que someternos a él, que no siempre está en nuestra mano desasirnos de las fuentes de aburrición que nos torturan.

Pienso en quienes sufren una patología del aburrimiento crónico y que, por motivos ajenos a su voluntad, tienen dificultades para diseñar estrategias de huida frente a lo que les aburre. También en aquellos otros que, incluso llegando a diseñarlas, se ven coartados a la hora de ponerlas en práctica por razón del mismo contexto en el que nace el aburrimiento –como sucede a las personas mayores que viven institucionalizadas o a los prisioneros en las cárceles–.

No es más cobarde, ni vago, ni estúpido, ni peor persona el que admite ser conocedor de los efectos de este licor agridulce, que decía Unamuno. Es astuto al corroborar su vivencia, pues solo así se encamina de forma exitosa hacia su propia redención.


Josefa Ros Velasco, Investigador Postdoctoral MSCA en Estudios de Aburrimiento, Universidad Complutense de Madrid

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

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