El labrador viene con su carga amarilla de panes
a medio cocer.
Viene por el sendero el labrador adormecido
con la pesada carga de los años,
saluda al prójimo con su mano encallecida
y mira, qué lástima, la tierra tan bonita,
con su puesta de sol, y el silencio, y los primeros cantos de los grillos
cuando los pájaros se han puesto a dormir,
que lástima con lo que cuesta todo,
piensa que no compensa romperse los huesos
hacerse viejo y sentencioso y arrugarse
mientras se escucha, idéntica, la campana,
mientras el hijo salta del terrón al cuartel,
y viceversa.
El labrador acostumbrado a rascarse los bolsillos
mira la tierra que no es suya,
vuelve la vista atrás y contempla el panorama,
qué lástima, tan bonito que parece una tarjeta
postal, con los surcos, con la noria, con la remolacha,
con los sarmientos, con las gavillas, con los garbanzos
fidelísimamente retratados en el atardecer,
cuando las amapolas tienen un brillo póstumo
y el labrador se acuerda de su padre
por el sendero si venía con su carga
de panes amarillos y se ponía a mirar
la serena amplitud de este paisaje
que había de comérsele.
Viene por el sendero adormecido
el labrador mirando a las hormigas, qué lástima, tan diminutas,
tan olvidadas, que cualquiera las pisa
sin que nadie por ello violados sienta
los derechos humanos.
Viene para cederle al hijo la herramienta.