El cambio genético heredado de la especie extinta apareció en la última edad del hielo y se expandió de forma excepcional entre los humanos modernos
Existe la tendencia a pensar en la evolución humana como una historia de progreso, como si fuese una sucesión de gamas de teléfonos inteligentes en la que la última siempre es mejor que la anterior. Sin embargo, es poco probable que el proceso que ha dado lugar a nuestra especie y a todas las demás fuese del agrado de un ingeniero perfeccionista. Las variantes genéticas que permiten a los seres vivos adaptarse mejor a un entorno cambiante surgen tras aprovechar los errores que se producen en un organismo cuando replica su ADN para mantenerse con vida. La mayor parte de esos errores desaparecen, pero algunos son beneficiosos y facilitan que quien los experimente sobreviva y se reproduzca. Otras mutaciones resisten porque al menos no hacen daño, y se quedan agazapadas en el genoma, pasando de generación en generación, hasta que un cambio en el entorno las convierte en un peligro o en una ventaja para quien las alberga.
En nuestra especie, algunos de estos cambios han llegado de unos ancestros a los que hasta hace poco no considerábamos parte de la familia directa. En 2006, Bruce Lahn, de la Universidad de Chicago, descubrió que el gen microcephalin, relacionado con una drástica reducción del tamaño cerebral en algunos bebés, había aparecido en nuestro genoma hace 40.000 años. La fecha y sus características hicieron pensar al investigador que tenía que ser ADN de origen neandertal llegado a nuestro genoma cuando algún sapiens tuvo sexo y se reprodujo con un miembro de aquella especie desaparecida. Según contó Lahn a este periódico, los revisores de las revistas científicas más prestigiosas rechazaron la publicación de aquel resultado porque un cruce entre esas dos especies “era imposible”. Pocos años después, la publicación del genoma neandertal completo confirmó que aquello había sucedido en multitud de ocasiones.
Hoy, la revista PNAS publica un trabajo en el que, de nuevo, se recuerda la importancia de la herencia neandertal y la relevancia del azar en la evolución. Su autor, Hugo Zeberg, del Instituto Karolinska (Suecia), publicó en otoño de 2020 junto a Svante Pääbo, el principal responsable de la secuenciación del genoma neandertal, que el mayor factor de riesgo para sufrir una covid grave, hallado en el cromosoma 3, se introdujo en el linaje humano hace entre 50.000 y 70.000 años por un cruce con los neandertales. En un segundo trabajo, Pääbo y Zeberg observaron que aquel vestigio de los cruces con los neandertales había incrementado su frecuencia desde la última edad del hielo de un modo excepcional. Frente al 4% que suelen ocupar los genes neandertales, como máximo, en las poblaciones europeas y algo más entre algunos asiáticos, la variante de riesgo alcanza el 16% y el 50% en Europa y el sur de Asia, respectivamente.
Zeberg se planteó que el incremento tuvo que deberse a algún efecto protector de aquella herencia neandertal y se propuso encontrarlo. En su último análisis, apunta a que las personas que portan la variante nociva frente a la covid tienen un 27% menos de riesgo de contraer VIH. Pero el virus del sida no se cruzó con la especie humana hasta tiempos recientes. El autor especula con la posibilidad de que el factor que pudo favorecer la expansión de esta variante protectora frente al VIH y nociva cuando se contrae SARS-CoV-2 se pudo deber a que también protegía frente a la viruela, un patógeno que apareció hace más de 10.000 años. El surgimiento de esa enfermedad o de alguna otra amenaza para la especie humana hizo que la variante neutra que ya estaba ahí convirtiese esa herencia neandertal en una ventaja evolutiva.
Cristian Cañestro, líder del grupo de investigación de Evolución y Desarrollo de la Universidad de Barcelona, recuerda que “la evolución es una cuestión de equilibrio”. En el caso de CCR5, uno de los genes de la región del genoma asociada a una covid más grave, “se ha visto una variante mutagénica que reduce la probabilidad de ser infectado por el VIH y que pudo proteger frente a otras infecciones en el pasado”, continúa. “Es posible que esa mutación diese algunas desventajas porque la proteína no cumple bien su función, pero si te da más probabilidades de sobrevivir frente a un virus mortal, vas a tener una ventaja frente al resto de la población”, añade.
Cañestro rememora a Stephen Jay Gould para recordar el papel clave del azar en la evolución. “Podemos tener al mejor pez del mundo, al más superdotado, pero si está en una laguna que por el motivo que sea se seca, el pez no sobrevive y no transmite sus genes”, cuenta. “Al final, la supervivencia depende de las ventajas que ofrecen unas variantes genéticas, pero también de muchos eventos azarosos”, concluye.
La herencia neandertal ofrece más ejemplos de cómo una mutación beneficiosa en una circunstancia puede no serlo en otra. Un estudio publicado en Science en 2016 mostraba cómo un gen procedente de la especie extinta hacía más espesa la sangre y, por lo tanto, facilitaba la aparición de coágulos. Para unos humanos sin médicos que suturasen las heridas fruto de una mala caída o el enfrentamiento con un animal, esa rápida coagulación suponía una ventaja clara. Para nosotros, mucho más longevos y con hábitos de vida que favorecen las enfermedades cardiacas, esa misma variante genética se ve como un peligro para la salud.
Esta ambivalencia de las variantes genéticas también se debe tener en cuenta al evaluar la posibilidad de modificar embriones con la intención de crear humanos mejorados. En 2018, en China, nacieron dos gemelas a las que se había editado el gen CCR5 para inactivarlo. Preguntado por la posibilidad de que las niñas pudiesen tener un mayor riesgo de sufrir una covid grave, Zeberg responde: “Por el momento no tenemos razones para pensar que ese sea el caso”. Pero plantea que este tipo de efectos cruzados, en los que una mutación es buena noticia para una enfermedad y mala para otra, debería hacernos ser “generalmente humildes sobre nuestra comprensión del genoma y de las variantes genéticas”.