Si queréis verlo, huid de las estrellas.
No está en el aire,
aunque, a veces, el aire tenga su voz y silbe
en las duras aristas de la noche
su burda copia de las aves.
No está, no está en el agua,
ni en la más honda, ni en las más oscura:
en aquélla que habitan peces ciegos
y el nácar se acobarda de ser blanco.
No, no está ni en la brasa:
el fuego es el Espíritu que cae
en amarillos copos sobre las santas frentes.
La tierra es su elemento.
Si queréis verlo, desnudad la tierra
de su película de flores;
escandid los zaguanes de las minas;
sajad las duras venas
que irrigan el talud de los volcanes,
y coged el azufre con la mano,
sin que el azul se agote de su llama,
sin que la lava merme su lento derrotero
que las viñas agosta.
El viento, el mar, el fuego lo sustentan,
mas no está en fuego ni en mar ni en aire. Clama
desde más bajo,
desde crisoles que el metal inunda
con promesas de luz.
[...]
En Ur, Lady Subad cubre sus crenchas
con fino otoño de metal. La muerte
del joven hijo de Eknatón se finge
con una piel de oro. Ya los dedos
a Midas se le vuelven
huéspedes contumaces de la piedra
preferida (los pozos
conocerán tan sólo su secreto).
El autor del Yi-King, Hermes, Raimundo,
Alberto el Grande, Nicolás, Elías,
y aquel que dijo gas por vez primera,
y Fermi y Openheimer, buscan oro
partiendo de la sangre. En el lejano
Oeste, las carretas
-lo hemos visto en el cine- van en fila,
con palas y cedazos,
como un collar de sueños repartidos,
paro orear el oro de secretos
filones.
Pero al cabo
se vuelve todo humo y ceniza. Todo
se torna sangre y podredumbre:
mujeres, niños degollados, muros
caídos, puertas desvencijadas donde
un ángel impasible cierra el paso,
con el gesto de siempre.