El hombre que socava los espíritus
en la ciudad desierta escruta el Tiempo.
Está vivo y no ve la apoteosis
de la Vida en las luces de las ruinas.
No ve que aún queda savia en los jardines
alimentados de ecos, de abandono.
No sabe que la Parca siembra vida.
Él escarba, escarba en el bosque
del lenguaje y la idea. De allí extrae
metálicos relámpagos, tormentas
que hunden la Moral, los firmes atrios
que en el dolor pasivo de los más
levantaron los menos con sus dogmas.
Confusión de humedades otoñales
en las enredaderas y en los frisos
por donde van muchachas ataviadas
que nunca morirán por las pasiones.
¡Zoe, zoe!, repiten las imágenes
en el agua cobriza de los charcos.
Y, sin embargo, es un esplendor
comido por gusanos, mientras haya
un hombre meditando entre los muros.
¡Zoe, zoe!, en musgos y en ortigas,
en el cruzar untuoso de la sierpe
bajo la hoguera en llamas del crepúsculo.
La sagrada ladera sepultaron,
pero ha resucitado y está limpia
de fobias y de sangres derrotadas.
¡Zoe, zoe!, repiten los cadáveres
de yeso en el negror de las bodegas.
El inestable corazón del hombre
está como estas ruinas estuvieron:
bajo un turbión de gases y cenizas.
Hoy se sueña lo cotidiano hermoso
del ayer: las guirnaldas coronando
músicos tabernarios, el sigilo
nocturno de las lámparas votivas,
el funeral de un deportista joven,
los rebosantes carros del estío
dejando surcos hondos en la piedra
rotunda de la vía decumana.
Porque sólo el vacío nos recibe.
(La ciudad cancerosa está curada,
por la Parca, del morbo del espíritu.)
Mas quien aún vive es cráter, y su lava
por la entraña discurre, y no se hiela,
ni quiere ver la luz en los olivos,
la paz de la paloma entre las viñas.
Con sus teorías Freud no abrasa aún
la cavernosa idea del pecado,
aunque, como alacrán, mordieran éstas
la desolada losa de las almas.