Huidizas ninfas del eterno afluente,
os persigo en la vida de las cosas,
en los bucles del agua sucesiva,
en volutas de humo y de viñedos,
en capiteles de dulzura jónica.
Y busco traducir para el idioma
de la brava confianza
vuestra regocijada geometría.
Espirales, supremas
formas de la sagrada turbulencia,
que giráis en el gozo del derviche,
en la línea intrincada del calígrafo
cuando ilumina el vasto evangeliario,
y en nobles caracoles esculpidos
en la piedra caliza:
sois el eco del tiempo en pura roca.
Espiral es la forma del soplo del espíritu,
su resonancia clara cuando llega
al laberinto franco del oído.
Sois la torre del sabio, la escalera
resuelta de los ángeles.
Ese rizo en la barba venerable
del dios de la abundancia,
al alfarero insigne que propaga
desde la orilla de la aurora abierta
su consonancia sideral de ondas.
Sois, torbellino adentro, los tumultos
de nuestra propia sangre, y sois, al tiempo,
ese flagelo íntimo enroscado
en la burbuja tóxica.
El cuerno retorcido en la defensa.
La barrena tenaz de la carcoma.
Y el tifón sois, su remolino ciego,
presurosa corola que recoge
de nuevo en torno al eje de su fuga
la amarra de su vértigo.
Y es por ello, espirales, porque en cada
inspiración del mundo alguien entrega
su aliento en breve hilo,
que invocamos la gracia que regresa,
vuestra valiente primogenitura,
la absolución de vuestra espuma alegre.
Repetidas sortijas del misterio,
inapresable avena logarítmica
decantada en la rosa de los vientos,
porque sois, espirales,
el timón de la vida, os invocamos,
para prender nuestra viruta leve
al fiel tirabuzón del universo.