En algo menos de cuarenta siglos
el hombre ha inventado la brújula,
ha ideado la rueda, los cohetes,
puede calcular las distancias
y es capaz de medir el tiempo
con sorprendente exactitud.
Pero sigue ignorando a dónde va
y todavía no ha llegado
a ningún sitio, desconoce
dónde se encuentra y ni siquiera sabe
qué cosa es él. Enceguecido
por un absurdo afán por remover
cenizas - cualidad que no comparte
con ninguna de las demás especies-,
lo ha revuelto todo sin descanso
desde que tiene uso de razón
(levantando una polvareda abstracta
que inhala con orgullo y vanagloria),
sin cesar en su empeño un sólo instante,
sin titubeos ni contemplaciones,
sin darse cuenta de que todo sigue
exactamente igual: él en sus trece
y el resto en su perfecta inercia.