Fecha
Autor
Javier Hernández García (Magistrado)

Decisión judicial y ciencia: Una relación problemática

El creciente recurso a la ciencia como instrumento de determinación de los aspectos fácticos de la decisión judicial abre numerosas perspectivas de indudable interés, pero también da lugar a una serie muy amplia de problemas de difícil solución, algunos de los cuales todavía no son percibidos como tales por los partícipes en los procesos jurisdiccionales donde se revelan.
Como apunte de partida, cabe identificar como más relevantes los siguientes: Primero, el que atiende a la selección de conocimientos y métodos que estén de verdad dotados de fiabilidad o validez científica; el segundo, relativo al de la selección de los expertos más adecuados para la emisión de la opinión científica en el proceso; y el tercero, no por orden de importancia, atinente a la capacidad del juez para el uso decisional de los conocimientos científicos aportados al proceso, mediante los diferentes medios que integran el llamado cuadro probatorio.

Desde una aproximación personal, considero que, en nuestro País, no existe, en términos generales, un diálogo interdisciplinar que permita a los operadores jurídicos, especialmente a los jueces, aprehender la dimensión de los problemas apuntados. Sigue observándose, como destaca Damaska, un problema de relación entre dos culturas. Y lo que es más grave, la ya apuntada ausencia, generalizada, de conciencia del problema. La preocupación fundamental de los jueces en relación con la prueba científica sigue centrándose, por un lado, en los aspectos procedimentales de producción del medio probatorio y, por otro, en la juridificación de la valoración del resultado científico aportado mediante la aplicación de fórmulas generales (sana crítica, libre convencimiento, prudente arbitrio) y, en el mejor de los casos, de cánones singulares (racionalidad conclusiva, cualificación del perito, claridad expositiva, ausencia de contradicciones internas o externas) que nada, o poco, tienen que ver con las condiciones exigidas por el método científico para que una conclusión o hipótesis pueda ser tenida como aproximativamente fiable o segura. Fórmulas valorativas cuya finalidad no es otra, en muchos casos, que la de intentar legitimar comportamientos sustancialmente elusivos de los deberes judiciales de motivación justificativa de los presupuestos de la decisión. Tales comportamientos traen su origen de una visión tradicional que concibe las relaciones entre ciencia y derecho como un intercambio a distancia, con identidades y metodologías no comunicantes.

Para dicha concepción tradicional, pero que sigue marcando buena parte de la labor jurisdiccional, la ciencia es considerada como una institución social independiente que determina con criterios propios los conocimientos que deben considerarse válidos, lo cuales sólo pueden ser recibidos de forma acrítica. La incorporación a la decisión judicial es tratada como una operación neutral consistente en la mera atribución de valor jurídico a los datos provenientes de la ciencia oficial.

Los jueces ya no pueden despreocuparse de la búsqueda de buenos y fiables fundamentos decisionales cuando, precisamente, el objeto de la decisión consiste en determinar lo que pude ser tenido como ciencia, o no.

El cambio de paradigma reclama asumir que la ciencia aparece como una institución socialmente dinámica, relacionada con otras instituciones en la definición de un orden que es al mismo tiempo epistémico y social. El derecho, como sistema institucional, ya no puede concebirse como un mero receptor pasivo de la ciencia, sino como un instrumento de interacción creativa en el sentido que utiliza y modifica los conocimientos científicos según las propias exigencias, estableciendo en ocasiones con gran libertad qué puede considerarse ciencia socialmente relevante, qué expertos son creíbles y cómo deben ser interpretados los datos científicos.

Los jueces deben percibir, como precondición de su función determinativa, que los expertos que acuden al proceso no son simples portavoces de un saber cierto y neutral, unánimemente compartido, sino sujetos que constituyen parte integrante del proceso decisional científico-político.

En situaciones de incerteza científica previa, los jueces asumen un papel fundamental de determinación y de traslación social del conocimiento científico. Las decisiones judiciales se convierten, por tanto, en instrumentos activos de democratización y de control de reglas y de actuaciones que hasta hace poco aparecían severamente vigiladas y recluidas en un espacio al que solo podía acceder una elite social conformada exclusivamente por científicos y por las empresas o grupos económicos que patrocinan las investigaciones. No puede soslayarse que a los fines del derecho, la ciencia no es otra cosa que el resultado de los testimonios presentados en el curso del proceso y que la cualidad de tal ciencia depende, en gran medida, de la habilidad y de los recursos de las partes que solicitan dichos testimonios de expertos.

El sistema judicial, con sus modos de utilizar la ciencia para resolver los conflictos técnicos, debe servir para crear y favorecer la comprensión de la ciencia y de la tecnología por parte de la sociedad en su conjunto.

Sin excesiva conciencia del fenómeno, los tribunales han producido nuevos equilibrios entre los diversos modos de comprender los conceptos de riesgo, beneficio, seguridad y daño, por parte de los expertos y los ciudadanos. Comprender y evaluar críticamente este desarrollo abre el camino a la discusión sobre las controversias más recientes en tema de ciencia y tecnología.

El nuevo paradigma reclama, obviamente, instrumentos de desarrollo. La utilización de la ciencia en el proceso que conduce a la decisión judicial sugiere la necesidad de mejorar la selección de los peritos, de introducir específicos cursos de formación en metodología científica para los jueces y de modificar los estándares sobre los cuales se califican como válidos los elementos probatorios de naturaleza técnica.

Pero mientras ello no llegue, no podemos desconocer que la realidad genera un evidente problema de desajuste entre los medios científicos utilizados, cada vez con mayor importancia, para fijar los hechos en el proceso y el modelo de determinación judicial.

Con el riesgo que implica toda generalización, puede afirmarse que en nuestro País no se ha reducido significativamente la distancia existente entre los esquemas culturales que usa el juez para la valoración fáctica y los presupuestos metodológicos con los que se forman las pruebas en cuestión.

El juez en un buen número de supuestos donde el componente científico de la decisión cobra un peso relevante sigue enfrentándose a los mismos desde el canon cultural del hombre medio, prescindiendo, por desinterés y desresponsabilización, de instrumentos epistemológicos y metodológicos de control de las inferencias científicas. Dicha sustancial y generalizada renuncia a todo control crítico de las conclusiones periciales, a las que el juez se adecua inmotivadamente o invocando razones aparentes, tiende a convertir la prueba científica en una suerte de prueba legal, cuya fuerza acreditativa vive o se configura fuera del proceso judicial e inmune al desarrollo del debate contradictorio. Ello, desde luego, resulta incompatible con los propios fundamentos del modelo de enjuiciamiento que reclaman del juez un discurso justificativo que atribuya de manera individualizada, primero, e integrada, después, valor reconstructivo, o no, a los diferentes medios que integran el cuadro probatorio. Dicha situación puede observarse con claridad en abundantes decisiones de los tribunales superiores españoles, los cuales aplican un estándar minimalista para la valoración y el control de la racionalidad y calidad cognitiva de la decisión del juez inferior basada en conclusiones periciales técnico-científicas. Dicho estándar, tan poco exigente, genera un evidente y vertical, hacia abajo, efecto desaliento sobre los jueces de instancias inferiores a la hora de exteriorizar, en términos de discurso, la justificación racional de sus conclusiones fácticas.

Desresponsabilización judicial que suele, de forma común, justificarse en la idea de que el juez no está obligado a conocer la ciencia que se le aporta pues precisamente por ello, por su propia ignorancia, se justifica la necesidad de acudir al perito encargado de suministrarle el conocimiento o las máximas de experiencia que no posee. Si ello es así, se aduce, mal puede el juez que no sabe controlar la inferencia o la conclusión científica que se le aporta.

A nuestro parecer, el anterior silogismo, ni es tal, ni la conclusión, de calificarse así, es aceptable. Es cierto, como afirma Taruffo, que el juez no tiene la necesidad de poseer todas las nociones y las técnicas que requiere el científico para producir la prueba, pero ello no puede excusarle de la obligación de incorporar a su acervo cultural los esquemas racionales que le permitan establecer el valor de la prueba científica, a los efectos de la determinación del hecho en el que se funda su decisión.

Como se refiere en la importante sentencia del Tribunal Supremo norteamericano, Caso Daubert v. Merrell Dow Pharmaceuticals (1993), el juez tiene la obligación de asegurarse que la "ciencia" que se introduce en el proceso, como base para la fijación de los hechos, responda efectivamente a cánones de validez científica, controlabilidad y refutabilidad empírica, así como a un conocimiento y aceptación difuso por parte de la comunidad de científicos. El juez debe actuar de gatekeeper, admitiendo sólo aquella prueba científica cuya atendibilidad resulte metodológicamente segura. El juez ha de distinguir la ciencia buena de lo que la doctrina norteamericana denomina junk sciencie (ciencia chatarra o basura).

UN APUNTE SOBRE EL MÉTODO DECISIONAL

¿Bajo qué criterios o presupuestos debe actuar el juez, para desempeñar adecuadamente su deber de control valorativo de las conclusiones científicas necesarias para la fijación de los hechos del proceso? ¿Qué esquemas racionales de valoración son exigibles al juez? ¿Cómo puede favorecerse su asunción? ¿Existen condiciones para que se produzca un cambio de tendencia en la praxis jurisdiccional española?

En relación con la primera de las cuestiones, parece evidente, como verdadera precondición de un modelo racional de formación y ulterior utilización de la prueba científica, que los expertos que actúen en el proceso deben disponer de la necesaria y precisa especialidad técnica y científica. El juez debe agotar las posibilidades de control sobre las condiciones de designación y no renunciar, como apunta Ansanelli, a un diálogo instructivo con las partes y con los respectivos expertos que le permita conocer todos los pasos del proceso de elaboración de la conclusión científica y el concreto sentido de los términos o fórmulas utilizadas.

En cuanto a los ítems de validación judicial de las conclusiones científicas aportadas por los expertos al proceso, la experiencia norteamericana, a partir del caso Daubert, ofrece una interesante y sistemática guía de actuación que ha tenido reciente reflejo en la legislación procesal. Así, se previenen tres simples y elásticos criterios de selección: a) que la conclusión científica tenga fundamento fáctico; b) que se hayan utilizado principios y metodología fiables c) que la conclusión sea aplicable a lo sucedido de manera verificablemente correcta.

El desarrollo de estas reglas básicas permite precisar las siguientes reglas específicas:

    I. Para ser calificada una determinada aserción o inferencia como conocimiento científico, debe haberse elaborado de conformidad al método científico.
    II. Como presupuesto básico de la fiabilidad, una conclusión científica ha de poder someterse a test. El status científico de una teoría viene determinado, como afirma Popper, por su sometimiento a procesos de refutabilidad y de control. En el mismo sentido, Hempel sostiene que las afirmaciones que constituyen una explicación científica deben ser susceptibles de una verificación empírica.
    III. La evaluación de la fiabilidad exige también la explícita identificación de una comunidad científica relevante y una expresa definición de un particular grado de aceptación interna en la misma.
    IV. La aceptación difusa puede ser un factor importante para establecer la admisibilidad de una particular prueba. Sin embargo, una técnica conocida pero que disponga de un soporte mínimo en la comunidad científica puede ser vista con escepticismo.
    V. En el caso de una particular técnica científica, los tribunales deben considerar la tasa conocida o potencial de error y resistencia, y ordenar la aplicación de estándares de control de la eficacia de la técnica.
    VI. Ser conscientes de que las conclusiones científicas aportadas por los expertos mediante la prueba pericial adquieren, en la mayoría de los casos, un peso especial para la decisión, pero que también pueden provocar confusión y despiste debido a las dificultades para su evaluación. Por ello, el juez debe ejercitar un control mucho mayor que respecto a otros medios probatorios.
Las anteriores reglas de conformación/corroboración constituyen buenos instrumentos para que el juez pueda realizar su labor de custodio de tal manera que sólo lleguen al proceso opiniones dotadas de suficientes fundamentos teóricos para producir resultados correctos y, en consecuencia, pueda excluir del cuadro probatorio aquellas opiniones científicas basadas en conjeturas probablemente erradas, en los términos utilizados por el juez Blackmun en su voto concurrente en la sentencia Daubert.

La utilización de dichas reglas reclama una aproximación sincera de las dos culturas y, en concreto, la necesidad de que el juez no perciba como ajeno a su función los problemas epistemológicos en general.

El juez, como experto cualificado de la vida social, debe ser también consciente de los rasgos esenciales que caracterizan el paradigma y el método científico del que, aunque parezca paradójico, no está tan lejos. De manera irremediable, y muchas veces inconsciente, los jueces se enfrentan, también, a los problemas epistémicos más graves como los de la incerteza, la verosimilitud y la correspondencia suficientemente aproximativa. El derecho y la ciencia, en cuanto sistemas formales de indagación, tienen en común diversas características importantes. Cada una de las tradiciones sostiene la propia capacidad para valorar la prueba y deducir de las mismas conclusiones racionales y convincentes. La fiabilidad de los observadores o la credibilidad de sus observaciones constituyen un aspecto de crucial importancia tanto para la indagación científica como para la judicial.

El juez debe abandonar concepciones iluministas de la valoración probatoria y debe admitir, con humildad intelectual, que la motivación de sus resoluciones exige la justificación interna y externa de sus conclusiones. En ese espacio de justificación interna ha de dar cuenta de los presupuestos cognitivos de los que parte renunciando a posiciones de acrítica supremacía y autosuficiencia en la recepción del conocimiento científico en el proceso.

En todo caso, cabe prevenir también contra el riesgo de la maximalización de las conclusiones científicas que suponga, validada su fiabilidad, trasladarlas, sin más, a la decisión fáctica. El recurso a la ciencia no resuelve todas las dificultades que nacen de los aspectos metajurídicos y jurídicos del razonamiento decisorio y de la fijación de los hechos en el proceso. No debe olvidarse que el dato científicamente contrastado constituye uno de los elementos de la decisión, puede que el más importante, pero no es el único. El juez debe atender, también, a reglas de proporcionalidad, validez procesal y, no en pocas ocasiones, a criterios o presunciones éticas o morales. El juez no puede, bajo el falso paraguas de la tecnicidad de la conclusión pericial, huir de la construcción argumental de su decisión sobre los hechos.

¿Cómo puede favorecerse que el juez incorpore los esquemas racionales que le permitan desarrollar adecuadamente su papel de gatekeeper respecto a la ciencia que pretende acceder al proceso?

A mi parecer, tres son los factores que pueden propiciarlo.

El primero, que los jueces perciban, al menos, el problema y la dimensión grave del mismo.

El segundo, promover políticas y planes de formación judicial especializada tanto en cuestiones epistemológicas en general como en determinadas materias técnico-científicas de singular impacto en la labor de los tribunales.

El tercero, favorecer la búsqueda de espacios de reflexión pluridisciplinar que permitan, por un lado, el descubrimiento por parte de los jueces y de los científicos de puntos de convergencia comunes y, por otro, la superación de los problemas de lenguaje.

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