Cada día, cuando el bote se acerca
a la boca del río, donde vuelca
al lago su corriente helada,
turbia de las cenizas de un volcán
que ardió en el pleistoceno,
mi pensamiento alquímico
espera, no sé, que en la confluencia
pase algo.
Y no pasa nada;
el bote va solo, siguiendo la línea
que separa lo opaco claro
de la profundidad translúcida
y oscura. Se adivinan, allá abajo,
los juncos que nunca asoman
inclinados por la corriente submarina.
Y hay una oscilación, está el rumor
que hace al rolar el casco chato.
Después, otra vez nada, el silencio
de la orilla, la calma alucinada
en que los patos van y vienen.
Ni siquiera se alejan, si no remo.