Como un útero inmenso, como un cálido
seno materno, siento
que la materia me cobija. Entro,
al fin, en los estados transparentes.
Llega la luz dormida, llega un árbol
atribulado y la pisada hierba
y la tierra humeante y se deslían
las madejas del aire y llega un agua
aparentando candidez y peces
llegan también y pájaros
picoteando la mañana y llega
mi mano tanteando,
palpando la materia y ella misma
siendo materia y todo se entrelaza,
se funde en una sola
realidad y ¿hasta dónde?
¡Ah, si existiera
la inocencia! Sería
el corazón del mármol, la osamenta
de la nieve; tendría
la lujuria del musgo, el peso dulce
de la madera.
El tacto
es, al cabo, el refugio
de la imaginación en retirada.
Así, cuando no basta
con que la vista vuele y nos describa
la lejanía de lo ajeno; cuando
no basta con que un denso
olor aquel nos traiga,
como cogida apenas con dos dedos,
una tierna migaja desvalida
de tanto palpitar perdido; cuando
la música naufraga; cuando
los espectros se desvanecen,
llega
la materia, enarbola
sus toscos estandartes, pone sitio
a la quimera y ella sí, ella puede
sostenernos y puede
darnos impulso y vuelo y puede hacernos
visibles.
Llega y crea
un cuerpo para estar, una sonrisa
para hablar, unos ojos
para verse a sí misma.