La sabia naturaleza
me dio un cerebro tan malo,
que yo sospecho, en verdad,
que hizo la compra en el Rastro.
Es un órgano irritable,
caprichoso y casquivano,
con extrañas fantasías
y vapores y arrebatos.
Tiene caras diferentes,
como el antiguo dios Jano:
tan pronto crepuscular,
débil, triste y aplanado
como eufórico y alegre,
optimista y arbitrario.
Los médicos me preguntan
pueriles detalles vanos,
y yo les contesto en broma,
porque ya me van cargando.
Después quieren definirme
con nombres estrafalarios
-supongo que es por lucirse
o para pasar el rato.
Que uno se cure o se muera
no es problema de cuidado,
la cuestión es aclarar
si mi interesante caso
se halla en el primer capítulo
o contenido en el cuarto
de un libro de medicina
de un autor inglés o galo.
Esto a mí se me figura
que es buscar tres pies al gato,
y yo, como buen felino,
estoy un poco escaldado.
Ahora que mi enfermedad
no me produce quebranto,
la considero con sorna,
pues ya no me causa enfado,
y cuando me siento joven,
y cuando me siento anciano,
cuando charlo en jovencito
o pienso en octogenario,
cuando temo los augurios
y me ocasionan espanto,
cuando creo en los espíritus
o soy incrédulo nato,
me divierto con las sombras
que me va dando el gastado
cerebro que llevo dentro,
que es un género de saldo,
procedente de algún otro
que lo estropeó al usarlo.