CYBORG: UN PROBLEMA NATURAL<br>
Reseña realizada por Antonio Lastra<br>
Codirector de La Torre del Virrey<br>Revista de Estudios Culturales
Contemporáneo de Gustav Meyrink y de su Golem, Kafka escribió en 1919 En la colonia penitenciaria, una narración donde variaría el motivo de la creación de un hombre artificial con la creación de un aparato que escribía en el cuerpo de los condenados el texto mismo de la sentencia. Adelantándose a lo que ahora llamaríamos cultura (u ontología) cyborg, Kafka insistía en su fábula en la necesidad de ser justos: "Sei gerecht!" era, en efecto, el extraño mandamiento de un mundo en el que los cuerpos, como dice la cita de Donna Haraway con la que Teresa Aguilar comienza su libro, "se han convertido en cyborgs, organismos cibernéticos, híbridos, compuestos de encarnación técnico-orgánica y de textualidad". El cyborg, según Haraway, sería "texto, máquina, cuerpo y metáfora". Aguilar termina el libro con otra cita, ésta vez de Alberto Caballero: el cuerpo es una "trans-información, un lugar de información del acto mismo del corte, una performación". Seamos justos, entonces: el cyborg es una aspiración a la libertad, nacida de la sensación abrumadora de no haber elegido nuestro cuerpo y de no poder reconciliarnos con su destino. De una manera sofisticada, el cyborg quiere hacer justicia a una vieja tradición idealista que siempre ha visto en la inmortalidad del alma la única venganza posible de la mortalidad del cuerpo.
Pero la venganza no es la justicia. Para ser justos, el sufrimiento tendría que ser completo. "Sin haber sufrido hasta el fin -dice Kafka del condenado liberado del aparato-, ahora sería vengado hasta el fin." La cultura cyborg se basa en el convencimiento de que el cuerpo humano, especialmente el cuerpo femenino, ha llegado hasta el final del sufrimiento. El Manifiesto Cyborg de Haraway, que ha inspirado a Aguilar, es, en efecto, una reescritura (o deconstrucción) del Manifiesto comunista. Del mismo modo que la burguesía lo habría revolucionado todo, el cuerpo habría llegado a su extenuación: transformar el cuerpo es la conclusión del final de un tiempo dedicado a contemplarlo. Éste es, en cierto modo, el sentido de los últimos capítulos que Aguilar ha escrito en su libro sobre el arte cyborg: el cuerpo obsoleto de Sterlac, el teatro anatómico de Orlan no han sido pensados para su contemplación, aunque no dejen de ser un espectáculo. Lo humano se habría convertido en "post-humano" o "trans-humano".
Pero el libro de Aguilar no es un libro de estética; el título, al menos, remite a la ontología y, en consecuencia, a la naturaleza de las cosas. El cyborg es un problema natural. Para plantear el problema de la ontología cyborg hay que pensar en la naturaleza, y sólo podemos pensar en la naturaleza en determinados términos, que no coinciden exactamente con "el binomio cultura-naturaleza" al que alude Aguilar en el capítulo central de su libro. "Naturaleza" no es un concepto bíblico, es decir, creativo por oposición a la nada, sino clásico. Con el concepto clásico de naturaleza, que Lucrecio resumió en su poema, la cultura es un epifenómeno: se extiende literalmente por la superficie de las cosas, como la escritura sobre el papel o en la pantalla en blanco del ordenador o en el cuerpo del condenado. Aguilar explica muy bien las reacciones de los "tecnófobos" a las nuevas tecnologías de la liberación, pero tal vez no lleva hasta el extremo el problema de la naturaleza: tal vez Zerzan no sea el interlocutor adecuado.
Rebecca Sollnitt ha llamado adecuadamente al problema de la naturaleza "el problema de Thoreau", y probablemente sea una cuestión de plantearlo en los términos de una ecología mucho más amplia de la cultura.
Marx advirtió que el hecho de que la burguesía hubiera profanado todo lo sagrado obligaba a los hombres a considerar sobriamente su situación y sus relaciones recíprocas. Esta moderación falta en la cultura cyborg, que ha desplazado el argumento de la necesidad, donde late el deseo, a favor del argumento de la libertad. Pero la libertad es inmaterial (o "virtual") y no podemos encontrarla en el cuerpo, aunque lo transformemos: Žižek ha visto muy bien las consecuencias de los órganos sin cuerpo. La reacción de Zerzan y los primitivistas es inútil y Aguilar tiene seguramente razón en alinearse con los tecnófilos. Pero aún más sensato sería pensar si es necesario. Cuando el aparato kafkiano ejecuta su última condena y escribe su sentencia en el cuerpo del opresor, el narrador anota que su rostro "era como había sido en vida: no se descubría en él ninguna señal de la prometida redención".