¿Y la tangente, señor Arcipreste?... ¿El radio de la esfera que se quiebra y se fuga? ¿La mula ciega de la noria, que un día, enloquecida, se liberta del estribillo rutinario?... ¿La correa cerrada de la honda, que se suelta de pronto para que salga la furia del guijarro?... ¿Esa línea de fuego tangencial que se escapa del círculo y luego se convierte en un disparo? Porque el cielo... Señor Arcipreste, ¿sabe usted?, No hay arriba ni abajo...
Muchas veces has oído hablar de electricidad. ¿Qué sabes tú de este fluido maravilloso, en verdad? Es una fuerza esparcida que vaga en el mundo incierta; mansa, muy mansa dormida, y aterradora despierta. Es materia muy sutil, que se junta y enrarece, produciendo efectos mil cuando en un punto aparece. Tal es la electricidad, que por todas partes cunde, la que con velocidad más que la luz se difunde.
Niño, vamos a cantar una bonita canción; yo te voy a preguntar, tú me vas a responder: Los ojos, ¿para qué son?
Los ojos son para ver. ¿Y el tacto? Para tocar. ¿Y el oído? Para oír. ¿Y el gusto? Para gustar. ¿Y el olfato? Para oler. ¿El alma? Para sentir, para querer y pensar.
Kepler miró llorando los cinco poliedros encajados uno en otro, sistemáticos, perfectos, en orden musical hasta la gran esfera.
Amó al dodecaedro, lloró al icosaedro por sus inconsecuencias y sus complicaciones adorables y raras, pero, ¡ay!, tan necesarias, pues no cabe idear más sólidos perfectos que los cinco sabidos, cuando hay tres dimensiones.
Pensó, mirando el cielo matemático, lejos, que quizá le faltara una lágrima al miedo.
Como caballo salvaje, saltando de nube en nube corre inquieto, baja y sube sin rienda ni vasallaje; tenido fue por mensaje de celestiales enojos, pues, lanzando dardos rojos, el alto muro derrumba, y abre inesperada tumba a polvorientos despojos.
Caudillo de la tormenta que agita los hondos mares, tronza robles seculares y al fuego voraz afrenta: ¿ quién tomará por su cuenta domeñar su furia brava? ¿Quién del torrente de lava pondrá dique a la carrera?