Si entendiéramos del todo
a los veleidosos volcanes
no habría lugar
para las falsas alarmas.
Las erupciones procederían
con orden hasta su clímax
tan pronto como la muchedumbre
hubiera abandonado la aldea.
Pero siempre habría
un beodo en su estupor,
un tozudo labriego
o un poeta extasiado
que eligiera sin querer
la inmortalidad
del molde de ceniza.