Fecha
Fuente
The Conversation
Autor
Victor Rodríguez

El reto de ‘fotografiar’ la huella eléctrica que deja el alzhéimer para encontrar sus puntos débiles

Entender el alzhéimer, descubrir su huella, nos da una gran ventaja táctica en la lucha contra esta enfermedad

¿Se imagina un universo concentrado en un objeto de algo más de un kilo? Lo tiene más cerca de lo que imagina. Me refiero a su cerebro, el sistema biológico más complejo que se conoce. Y por tanto, el más difícil de analizar y comprender.

El cerebro está formado por unos 20 000 millones de neuronas que están continuamente intercambiando información entre sí. Un puzle muy complicado en el que cada pieza es importante. Un puzle optimizado gracias a millones de años de evolución y del que apenas entendemos una mínima parte.

Esta extrema complejidad es un regalo único, pues habilita funciones cognitivas superiores. Sin embargo, también supone un enorme desafío para los que nos dedicamos a estudiar esta máquina tan compleja, que a veces falla.

Imágenes y fórmulas

Existen multitud de enfermedades que alteran el funcionamiento de nuestro cerebro, pero todavía ignoramos las causas de muchas de esas alteraciones. Por suerte, existe una gran comunidad de científicos tratando de cambiar esto. Necesitamos entender esas dolencias para poder combatirlas de una manera efectiva. ¿Podemos medir de alguna manera el daño que provocan? O, dicho de otro modo, ¿podemos descifrar la huella fisiopatológica que producen?

Para responder estas preguntas, la ciencia hace uso de dos herramientas. Por un lado, las técnicas de imagen cerebral, como la electroencefalografía o la magnetoencefalografía, que nos permiten registrar las señales eléctricas que genera nuestro cerebro. Y, por el otro, los métodos matemáticos, que nos dan un marco inmejorable para exprimir toda la información que contienen estas señales.

Tales métodos abarcan desde técnicas relativamente sencillas, como medir la velocidad promedio de las ondas cerebrales, hasta las técnicas más modernas y avanzadas de inteligencia artificial. Si de construir una casa se tratase, las señales cerebrales serían los ladrillos y las matemáticas el cemento que los une.

Empleamos estos procedimientos matemáticos para estudiar la actividad cerebral buscando ciertos patrones de interés. Es decir, cualquier alteración que se haya producido en el cerebro por causa, directa o indirecta, de una enfermedad.

Objetivo: entender el alzhéimer

Ahora vamos a centrarnos en la demencia por enfermedad de Alzheimer, que afecta a 55 millones de personas en el mundo. Además, su aumento exponencial está provocando grandes problemas a nivel social, médico y económico en los últimos años.

Entender el alzhéimer, descubrir su huella, nos da una gran ventaja táctica en nuestra lucha contra ella. Antes de enfrentarnos a un enemigo poderoso, tenemos que conocerlo bien.

En primer lugar, conocer la firma que deja en el cerebro puede ayudar a los médicos a realizar un diagnóstico más temprano. Para ello se han propuesto numerosos marcadores: señales cerebrales más lentas, menos complejas e irregulares o la desconexión progresiva entre las distintas áreas cerebrales. En este sentido, se están consiguiendo grandes avances, pues se ha logrado diagnosticar la dolencia con una elevada precisión únicamente a través de ese tipo de señales.

Terapias que funcionan

Analizar tales marcas también nos puede ayudar con otro de los grandes problemas de la lucha contra la demencia: la ausencia de tratamientos efectivos. Los resultados de las pocas terapias que existen dependen en gran medida de la respuesta de cada paciente: mientras que algunos presentan grandes mejorías, otros apenas se ven afectados.

En este sentido, podemos encontrar patrones en las señales cerebrales que nos ayuden a predecir y cuantificar el resultado de las intervenciones. Así, hemos podido observar que un tratamiento no farmacológico que se aplica en un centro asociado al hospital Hokuto (Japón) funciona mejor cuando los pacientes presentan menor alteración cerebral, al margen de los síntomas.

Esta terapia se basa en el entrenamiento físico y cognitivo, el fomento de la sociabilidad y la realización de actividades transversales como la horticultura.

La probabilidad de éxito de otro tratamiento similar, aplicado en el hospital Kumagaya General (también en Japón), presentó igualmente una relación directa con las alteraciones en ciertas regiones del cerebro.

Evaluaciones más certeras

Otro campo en el que nos pueden ser de utilidad las señales cerebrales es el de la evaluación cognitiva del paciente. Actualmente se utilizan cuestionarios para medir distintas capacidades, como el aprendizaje, la memoria o las funciones ejecutivas, como se denominan los procesos cognitivos dirigidos a alcanzar una meta. Sin embargo, estas pruebas tienen unas desventajas notables, ya que sus resultados pueden variar en función del profesional que las aplica, del estado de ánimo del sujeto o, incluso, de posibles sesgos culturales.

Hasta ahora hemos podido comprobar que la cantidad de actividad cerebral de tipo alfa, una clase de onda que aparece en estados de relajación y es fácilmente identificable, está relacionada con la capacidad de aprendizaje y memoria. Además, también se ha demostrado que la función ejecutiva parece estar vinculada con la complejidad de las señales cerebrales.

Asociar parámetros extraídos de las señales cerebrales a las distintas funciones cognitivas ayudaría a reducir la subjetividad de los cuestionarios. Además, también permitiría medir estas capacidades en personas con problemas de comunicación y que, por tanto, no pueden realizar las pruebas que se utilizan ahora.

Estamos avanzando hacia una medicina personalizada. El objetivo es que mediante el análisis de la actividad cerebral podamos mapear las regiones en las que cada paciente presenta mayores alteraciones. De esta manera, podremos diseñar tratamientos diana, enfocados a abordar esas disfunciones específicas. Y, por qué no, lograr que un diagnóstico de demencia pase de ser un callejón sin salida a un camino de esperanza.

Víctor Rodríguez González, Predoctoral researcher, Universidad de Valladolid

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

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