Como una inundación, como el reflujo
de una lenta marea
en retirada, que amontona restos
de destrucción, una ciudad, un vértigo,
esparce por el caos sus chabolas,
sus comercios, sus bancos, sus rugientes
avenidas, eleva
como velas deshechas
entre la tempestad, sus rascacielos.
El universo es equilibrio. El caos
está en el hombre. Nace de sus actos,
de su tumultuoso
vivir, del desconcierto
de su amor, de su afán desesperado.
El hombre, al agotarse,
produce el caos, que es el otro extremo
de lo inmutable; que es, al cabo, un signo
de vejez, una arruga en el espacio
donde, serena, gira la materia.
Rebulle la ciudad entre los quietos
canales del Chao Phraya. Las cloacas
respiran por las calles. Como perro
guardián, un nauseabundo
olor defiende la lujosa entrada
de los hoteles. Un fragor continuo
de camionetas y tuk-tuk profana
dorados templos y pagodas, cruza
el bullicio de los abigarrados
mercadillos, se mezcla con el humo
de los carritos de comida, invade
los jardines, se eleva
hasta el cartel gigante que empavesa
un edificio en construcción. A un tiempo,
en torno a una casita
de los espíritus, los rituales
borneos de las danzarinas tejen
la evocación de una armonía antigua
que se perdió entre lotos y entre orquídeas.
El caos en un peso inamovible.
Se atropella la multitud, llenando
como plomo fundido los resquicios
que le dejó el cemento y la chatarra.
Gritar es la manera
de resistirse al aluvión que, al fondo,
arrincona susurros en monólogos
desamparados, en calladas súplicas,
en lamentos. Encima
de cada historia ondea
esa señal que conmemora el triunfo
precario del instante.
El caos es un hombre y otro hombre
amontonando soledad y miedo.