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Autor
Dr. Juan C. Cigudosa (Jefe Grupo de Citogenética Molecular. Centro Nacional de Investigaciones Oncológicas. Instituto de Salud Carlos III)

La leucemia aguda infantil: algunas ideas sobre su diagnóstico, tratamiento y origen

Los cánceres infantiles representan la segunda causa de mortalidad en la infancia. Entre ellos, las leucemias son de especial interés porque en su origen se han visto implicados factores ambientales químicos y físicos. Lo cierto es que los datos científicos son todavía escasos y es necesaria mucha más <a href="?id=24666&amp;amp;sec=2&amp;amp;tipo=g" target="_blank">investigación</a> sobre el tema.

Pocas noticias relacionadas con la salud tienen tanta repercusión mediática como las que hacen referencia al cáncer infantil. En nuestro país se desataron intensos debates acerca de la posible relación entre las radiaciones de las antenas de telefonía móvil situadas cerca de centros de educación y un aumento en la incidencia de cáncer infantil (más específicamente leucemias) en la población escolar. Al margen de que la comprobación estadística de esas noticias no está todavía satisfecha, es evidente que existe una preocupación generalizada por nuestra salud y la exposición a agentes ambientales que puedan dañarla.

En este contexto, y para no divagar en exceso, vamos a centrar nuestra discusión en cuestiones relacionadas con el tipo de cáncer infantil más frecuente, la leucemia linfoide (o linfoblástica) aguda, su diagnóstico y su tratamiento, para acabar con algunos datos sobre su etiología, incluyendo su posible relación con la exposición a agentes químicos y físicos medioambientales.

Primero algunos datos epidemiológicos; aunque la incidencia del cáncer pediátrico es muy baja comparada con la del adulto (suponen sólo el 0,5% del total de cánceres diagnosticados), el cáncer infantil representa la segunda causa de mortalidad tras los accidentes, en las edades comprendidas entre 0-14 años. La incidencia media es de 70.160 casos anuales por millón de niños en edades de 0 a 14 años. En concreto, en nuestro país se diagnostican cada año cerca de 400 nuevos casos de tumores infantiles linfoides (leucemias y linfomas), de los que casi una cuarta parte acaban siendo diagnosticados o tratados en la Comunidad de Madrid. Lo mejor que se puede decir acerca de la leucemia linfoblástica aguda (LLA) infantil es que es, sin duda, una de las áreas de la medicina donde la investigación básica y clínica ha sido más exitosa en el tratamiento de los pacientes. El porcentaje de pacientes que responden (mejoran clínicamente) con el tratamiento inicial está por encima del 90%. Lo que es más importante, la tasa de supervivencia libre de enfermedad, es decir, la proporción de pacientes que no presentan complicaciones o recaídas en los 5 años posteriores a la curación, estuvo por encima del 80% en los años noventa y es, actualmente, cerca del 90% (1). Es un mensaje extraordinario y que no tiene comparación en ningún otro tipo de cáncer.

Este éxito en el tratamiento y curación de niños afectados por la leucemia tiene su base en dos factores. En primer lugar ahora somos capaces de elaborar un diagnóstico de forma más precoz y con mucha más información. El diagnóstico de la leucemia debe estar basado en datos clínicos (como edad, bioquímica y otras variables hematológicas), datos biológicos (como el inmunofenotipo y la citología, que nos dicen cómo son las células leucémicas en el paciente) y datos genéticos (como el cariotipo y el estado de alteración de determinados genes). Esta información no sólo permite elaborar un diagnóstico fiable sino que nos permite clasificar al paciente en un grupo de riesgo específico y establecer o predecir un comportamiento clínico según la terapia ajustada a ese riesgo específico. Es decir, se realiza un tratamiento ajustado al individuo, es la medicina individualizada de la que tanto oímos hablar. Este es el segundo de los factores que contribuye a tener unas tasas de curación cercanas al cien por cien de los pacientes.

Finalmente, es necesario hablar de las causas. Y aquí es donde falla nuestro sistema. La aproximación al estudio del origen del cáncer debe realizarse por eliminación sucesiva de probabilidades. Primero debemos excluir los cánceres de carácter hereditario evidente, donde uno o varios genes, habitualmente implicados en los procesos de control básicos de la vida celular, pueden heredarse ya dañados o mutados de los progenitores. El ejemplo más frecuente en cáncer infantil es el retinoblastoma, un tipo de cáncer que supone un tercio de la incidencia de los tumores infantiles. De forma general el ser humano tiene dos copias de cada gen, una heredada vía materna y otra vía paterna. En concreto, en este tumor el responsable es un gen, también denominado retinoblastoma, que se ocupa de controlar de forma muy eficiente la división celular. En los tumores hereditarios de tipo retinoblastoma, este gen llega al paciente ya dañado o mutado vía paterna o materna. Es muy probable que durante la exposición a condiciones de vida naturales también mute la copia restante (la que está en buen estado) de ese gen. La mutación en la segunda copia del gen resulta en una pérdida final del control del ciclo celular y, como consecuencia, en la aparición de ese tipo de cáncer.

En segundo lugar debemos hablar del origen exógeno del cáncer, la exposición a agentes medioambientales que puedan tener algún efecto sobre la aparición de la leucemia. La evidencia de que el cáncer es una enfermedad genética ya es incuestionable. En concreto, sabemos que el mecanismo genético más frecuente que muta las células de la médula ósea para iniciar el proceso leucémico son las translocaciones cromosómicas. Este tipo de mutación consiste en la ruptura de alguna de las moléculas de ácido desoxirribonucleico (ADN), es decir, alguno de los 46 cromosomas, y en su posterior reordenamiento en una posición distinta a la inicial. En esencia, por lo tanto, para que el proceso tumoral se inicie hace falta que se produzca un daño, una alteración, en el ADN de las células de la médula ósea. La relación causal del medioambiente sobre el origen del cáncer ha de ser basada en este punto. Consideramos que un agente medioambiental conlleva riesgo cancerígeno cuando puede originar daños en el ADN celular. Esto no quiere decir que un daño en el ADN se traduce siempre en un cáncer pero sí que podemos establecer cierta correlación: una mayor exposición a agentes mutágenos (también podemos llamarlos genotóxicos ya que son tóxicos para los genes) conlleva un mayor riesgo de que el ADN se dañe y se den las condiciones para que se inicie el proceso cancerígeno.

Centrando el asunto en leucemias infantiles tenemos tres opciones: la exposición afecta a los progenitores durante la formación de las células germinales (oocitos o espermatozoides) y el daño está establecido desde el momento de la fecundación, la exposición afecta de forma directa al feto durante el embarazo o al lactante sin mediación materna, y la exposición es indirecta porque el agente ambiental viene administrado a través de la placenta o la leche materna durante la lactancia. Cada tipo de exposición tiene su riesgo, de hecho se conocen varios mecanismos acerca de cómo esos agentes (exógenos o endógenos) puede ejercer su efecto. La exposición a sustancias potencialmente tóxicas o carcinogénicas en épocas tempranas de la vida de una mujer puede tener daños permanentes. Ya que todos los oocitos se forman antes del nacimiento, y su maduración comienza después de la gestación, las exposiciones que ocurren durante este periodo crítico pueden tener repercusiones en el feto. Por el lado paterno, las exposiciones pueden incluso tener un papel más relevante, ya que, como la espermatogénesis es un proceso continuo desde la pubertad a la edad madura, las mutaciones pueden acumularse durante un periodo de tiempo muy largo. Durante el embarazo, la exposición a agentes como radiaciones ionizantes puede actuar directamente mientras que otras pueden hacerlo de forma indirecta a través de la placenta. En este punto hay que destacar la importancia tanto del tiempo de exposición a los tóxicos como de la capacidad de la madre y el feto para metabolizar y detoxificar los agentes a los que se exponen. Es más, la exposición materna a agentes anterior a la concepción que tienen una eliminación tóxica lenta puede resultar en una retención de dosis que son tóxicas para el embrión durante las primeras fases del desarrollo.

Respecto a los datos científicos contrastados y recogidos en la literatura, he aquí algunos puntos de interés. Así como se ha demostrado en animales que la exposición pre-concepcional de las células germinales de los progenitores a agentes carcinogénicos puede producir tumores en la descendencia, no existe evidencia de que esto ocurra en la especie humana. De hecho, aunque se han propuesto muchos factores biológicos, químicos y físicos como posibles agentes genotóxicos que actúan durante el desarrollo del feto, es importante destacar que las únicas exposiciones con efecto cancerigeno intra útero que son aceptadas de forma contundente por la comunidad científica son los estrógenos sintéticos derivados del dietilbestrol y la radiación ionizante (2). El resto de agentes genotóxicos y su efecto en esa fase del desarrollo es un campo en continuo desarrollo sobre el que se van acumulando datos que necesitan ser confirmados en estudios a gran escala. Con todas las reservas científicas podemos hablar sobre el efecto de un tipo de productos denominados inhibidores de la topoisomerasa que incluyen agentes de quimioterapia oncológica, metabolitos del benceno (derivados de la polución y el humo del tabaco), bioflavonas, pesticidas, laxantes derivados de la antraquinona y, sobre todo, derivados químicos del fenol (los más frecuentes componentes de los solventes). También se han encontrado inhibidores de la topoisomerasas en productos naturales como algunas frutas, el café, el té, el vino o la soja. En el campo de las asociaciones que necesitan ser comprobadas en otras series independientes están, por ejemplo, la asociación de un mayor riesgo de leucemia por exposición durante el embarazo a pesticidas o también de un mayor riesgo en situaciones de déficit de ácido fólico en la dieta. Otras áreas de interés que están siendo investigadas son el efecto de los factores derivados del estilo de vida como los hábitos del tabaco y el alcohol, las infecciones, la exposición continua a campos magnéticos de baja frecuencia o la exposición laboral paterna (3). Para la mayoría de estos ejemplos encontramos datos contradictorios. Por todo ello es de primera necesidad que se realicen trabajos de investigación con poblaciones diversas y con un control exhaustivo de los factores ya conocidos.

Como resumen podemos lanzar varios mensajes. En primer lugar, la leucemia infantil es un cáncer que, diagnosticado a tiempo, tiene unos porcentajes de curación cercanos al 90% de los casos. La terapia ha de ser ajustada de forma individual en base a datos clínicos, morfológicos y genéticos. En la Comunidad de Madrid hay centros sanitarios públicos donde se realizan estos tratamientos con una gran profesionalidad y una atención excelente. En segundo lugar, las causas de este tipo de cáncer no están controladas. Sabemos que determinados compuestos químicos tienen un efecto directo en los lactantes o indirecto a través de la exposición materna o paterna a agentes genotóxicos. Por último, es evidente que hay factores ambientales cuyos efectos cancerígenos potenciales han de ser evaluados y es, por tanto, de la máxima urgencia, que se acometan proyectos de investigación integrados a nivel internacional para alcanzar tamaños de población significativos y donde se controle, lo máximo posible, los factores ambientales de forma global. Es la única forma de establecer conclusiones de impacto directo en nuestra salud y, sobre todo, en la de nuestros hijos.

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