Fecha
Autor
Lovelock, James. Editorial Laetoli. Pamplona, 2005. [Ed. Original de Oxford University Press, Oxford, 2000]

Homenaje a Gaia. La vida de un científico independiente.

AMAR Y CONOCER LA VIDA<br> Una autobiografía ejemplar Reseña realizada por Francisco Anguita<br> Universidad Complutense

Uno de los protagonistas científicos del siglo XX cuenta su vida, desarrolla su concepción del mundo y de paso ajusta cuentas con sus múltiples antagonistas: los biólogos, los Verdes, el mundo académico y hasta los sindicatos... Desde luego todo un personaje, el Dr. Lovelock. Sin Gaia, su teoría de la Tierra, Lovelock sería un científico entre otros; y sin embargo, en este libro la teoría queda diluida en la torrencial biografía de su autor; así que el lector se encuentra en realidad con un Homenaje a Lovelock, en el que Gaia es sólo un personaje importante.

Cuáquero pero agnóstico; objetor de conciencia en la Segunda Guerra Mundial pero colaborador ocasional (aunque satisfecho) de la CIA y el Pentágono; joven socialista que soñaba con bombas, pero amigo personal de Margaret Thatcher en su madurez; autor de una formidable llamada de atención sobre el cuidado del planeta pero enemigo declarado de los Verdes; y fustigador del amiguismo de los comités científicos ("camarillas de compinches") pero lo bastante amigo del director de Nature como para telefonearle para interesarse por un artículo suyo, sin duda James Lovelock ha sido una figura compleja. Como frase literaria quedaría bien decir que resume las contradicciones de su siglo, pero el creador de Gaia ha sido demasiado individualista para simbolizar nada.

Como toda mente original, sufrió en la escuela, de donde surgió ya su "relación de amor / odio con la biología y los biólogos" mantenida a lo largo de toda su vida. Esta frase hecha resulta muy poco adecuada, porque en ninguna de las páginas del libro se trasluce ningún amor por los biólogos: para Lovelock, la Vida (o sea, Gaia) es demasiado importante como para dejarla en manos de estos especialistas en la vida, que "es dudoso que sepan distinguir un extremo de un termómetro del otro". Aquí el autor, químico físico, habla desde su formidable habilidad experimental, que le ha permitido inventar los mejores aparatos para analizar trazas infinitesimales de contaminantes en el aire.

Lovelock ha remado contra corriente durante toda su vida. Cuando todo el mundo aspira a entrar en una universidad o instituto de investigación de prestigio, él abandonó uno de estos centros para instalarse en una granja donde montó su propio laboratorio. Propulsado por sus inventos, fue consultor de empresas como la Shell y Hewlett Packard o de instituciones como la NASA. Y una tarde de septiembre de 1965, en el famoso Jet Propulsión Laboratory de Pasadena, se le ocurrió, sin saber nada sobre la historia de la Tierra, que la Vida tenía que llevar el timón no sólo del clima sino también de la química de la superficie del planeta. Cuando Carl Sagan le contó que el Sol joven era mucho más frío que ahora y que sin embargo la Tierra nunca se había congelado, su intuición se reforzó: este equilibrio sólo podía deberse a la Vida. Como es sabido, fue su vecino William Golding (a quien "El señor de las moscas" había permitido retirarse rico) quien le sugirió el nombre de la diosa griega de la Tierra para su teoría.

A partir de aquí, la vida de Lovelock cambió. Siempre había considerado la ciencia como la aventura de una persona curiosa y despreciado a los científicos ambiciosos ("...para X, la ciencia era un campo de batalla, con fortificaciones amuralladas donde abrir brechas y por las que trepar. Tenía el deseo de triunfar a toda costa"); pero, al proponer un concepto totalmente nuevo de la relación entre la biosfera y el planeta, él, un químico, había transgredido las fronteras de las especialidades: un claro casus belli, con precedentes en Wegener y muchos otros. No es extraño que desde entonces haya tenido que guerrear de forma continua con los biólogos, una guerra en la que nunca ha dudado de que la razón estaba de su parte, aunque la suerte le fuese a veces adversa: ("...creo que fue una necedad esperar un triunfo sobre la tribu entera de los biólogos; como ocurre en las guerras de verdad, la defensa de la buena causa es menos importante que el tamaño y los pertrechos del ejército").

Para complicar las cosas, el conflicto tenía una vertiente claramente política. Como experto analista de la atmósfera, Lovelock se vio envuelto en la guerra del ozono, donde testificó a favor de las grandes empresas y acusó a los Verdes de demagogia, argumentando que exageraban enormemente los daños potenciales de la pérdida de la capa de ozono. Paradójicamente, Gaia fue adoptada por el movimiento New Age, surgido en los años 80, una amistad que no le benefició, ya que el núcleo duro de este grupo tenía tendencias místicas cuando no declaradamente anticientíficas. Otras amistades igualmente curiosas de Gaia fueron diversas iglesias protestantes, que se habían acercado a las ideas ecológicas para aumentar su clientela joven. Lovelock terminó haciendo proclamas a favor de su teoría desde el púlpito de más de una catedral.

La evolución de las ideas políticas de Lovelock no es totalmente original. Procedente de una familia de la clase media baja, su padre le transmitió sus ideas socialistas. Tenía 17 años cuando estalló la guerra civil española, y cuenta que seguía con angustia las derrotas republicanas. Pero tenía 46 cuando un amigo americano le llamó para preguntarle por un método químico para "localizar a gente en la jungla", y no dudó en colaborar con el ejército de Estados Unidos, a pesar de que en 1965 "gente en la jungla" sólo podía significar la guerra neocolonialista de Vietnam. De sus contactos con el espionaje extrajo originales conclusiones: "Mi impresión profunda es que los servicios de seguridad también rinden cuentas, pero de diferente manera". Es cierto que en la fecha (2000) de la versión original del libro aún no habían estallado los escándalos de los secuestros internacionales de la CIA; hoy, la coletilla ("de diferente manera") suena como una broma trágica. Sin embargo, no creo que haya que ensañarse con Lovelock, que parece mucho más un científico políticamente despistado que un reaccionario. Así, cuando afirma que "los problemas tribales [políticos] siguen existiendo, pero son cada vez más irrelevantes"[¡!].

A sus 80 años, James Lovelock puede sentirse justamente satisfecho: su teoría Gaia sigue siendo minoritaria pero se ha consolidado como una alternativa de poder frente a la biología oficial, y algunas otras de sus ideas están hoy guiando campos importantes de la investigación científica. La más importante es sin duda la de que el desequilibrio de una atmósfera planetaria es el mejor criterio para rastrear la presencia de vida, una hipótesis a la que todo el mundo se agarra en los actuales proyectos de investigación de exoplanetas. Su lucidez brilla también en sus ideas negativas, como cuando se lamenta de que la NASA y la ESA parezcan dar prioridad al descubrimiento de vida en el Sistema Solar antes que a una verdadera comprensión del propio sistema.

¿Ha cometido Lovelock algún error importante? En este autohomenaje, nuestro autor se acusa de muchos pecados, pero todos ellos de pequeño calibre. No dio importancia a los fluorocarbonos, los grandes villanos de la química atmosférica actual; pero en realidad sigue sin dársela, más allá de su papel como gases de invernadero. Sin embargo, de su trabajo con la NASA ha quedado pendiente una pregunta que hoy cobra actualidad: ¿Cómo un especialista en detectar gases en concentraciones bajísimas extendió un certificado de defunción para la vida en Marte, basándose sólo en los rudimentarios análisis atmosféricos de los años 70? El metano descubierto por los instrumentos de la sonda Mars Express en 2004 ha dado lugar a un acalorado y apasionante debate, aún totalmente abierto. Sería curioso saber qué piensa el Dr. Lovelock de estos datos; pero es poco probable que lo haga, puesto que sus planes para este siglo son recorrer mil kilómetros de senderos por la costa del suroeste de Inglaterra: o sea, los de un retirado en plena forma que ya le ha dedicado suficiente parte de su vida a la ciencia.

Una ciencia en cuya popularización no cree demasiado: "La ciencia es extraña, antinatural, y sobre todo provisional... y casi todos deseamos sentirnos seguros". Pero no es seguridad sino aventura lo que ha buscado siempre el gran francotirador de la ciencia de la última mitad del siglo XX. Así que, cuando recorra senderos sobre acantilados en el Finisterre inglés, este hombre singular no hará otra cosa que proseguir su vocación de explorador.

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