¡LIBERTAD, DIVINO TESORO!<br>
De un liberal ejemplar
Reseña realizada por Javier Zamora Bonilla<br>
Universidad Complutense de Madrid
Muy bien señala Pedro Cerezo en su excelente introducción a esta recopilación de escritos políticos de Francisco Ayala que la primera madurez del autor cuaja en la convulsa Europa de los años treinta, cuando tras la Primera Guerra Mundial las democracias liberales intentaban hacer frente a los embates ideológicos y a la violencia del fascismo y del comunismo. El propio Ayala lo recuerda en su libro El problema del liberalismo, que se recoge en este volumen: "Los hombres de mi generación debimos formarnos, en efecto, bajo el signo de un liberalismo en crisis" (p. 61). Ese liberalismo en crisis, cuya transformación, vivida entonces como desmoronamiento cuando no fue derrumbe o quebró -como distingue Juan José Linz- cantado con son triste por autores como Joseph Roth o Stefan Zweig, y analizado por otros como José Ortega y Gasset, del que Ayala estuvo tan cerca un tiempo, marcó a varias generaciones de intelectuales.
Los ensayos compilados en este tomo son de muy diverso corte, pero el subtítulo "libertad y liberalismo" da la pauta del contenido esencial del libro, pues la obra "política" de Ayala tiene en estos dos conceptos un centro neurálgico que ha irradiado muchos otros de sus escritos, así sus ensayos sociológicos.
"Los derechos individuales como garantía de la libertad" fue uno de los primeros trabajos académicos de Ayala, catedrático de Derecho Político desde 1935. Formó parte luego de El problema del liberalismo. Mientras en España se debatía sobre qué significaba el régimen republicano establecido en 1931 -¿sólo cabía una interpretación de la República?-, el joven profesor daba una lección de los fundamentos del Estado liberal, y afirmaba que la libertad de la persona frente al poder público era el rasgo definitorio del mismo. Años después, insistiendo en la idea, asevera que las instituciones liberales son "la más alta creación jamás alcanzada por el hombre en orden a regular las relaciones entre el individuo y la colectividad organizada" ("Los derechos de la persona en una sociedad de masas", 1953). Conviene detenerse en estas palabras porque son de una enjundia considerable. El liberalismo es un nivel histórico y toda renuncia a sus principios esenciales es un retroceso, una pérdida de nivel, un descenso.
Todavía hoy se debate entre los especialistas si la Segunda República fue o no una democracia liberal. Es un debate complejo. Existe una vertiente jurídica, de técnica constitucional, menos controvertida a mi modo de ver, y otra vertiente de práctica política en la que la discusión puede encontrar puntos de mayor apoyo para la crítica al comportamiento de los actores políticos. Varios textos de Ayala pueden contribuir al debate, pues dejan claro que algunos eran conscientes de cómo tenía que ser un régimen político a la altura de los tiempos en la tercera década del siglo XX. Pedro Cerezo interpreta, pienso que correctamente, el liberalismo de Ayala dentro de un "orden social-democrático" y, en último término, "institucionista" (de la Institución Libre de Enseñanza), pues Ayala es un hombre de su tiempo para el que "la revolución socialista no ha pasado en vano" (p. 33). Por eso Ayala defiende unos derechos sociales, aunque diferencia claramente entre éstos, que son aspiraciones que marcan objetivos éticamente valiosos, y los derechos fundamentales que exigen unas garantías jurídicas por parte del Estado. La gran bestia frente a este liberalismo son los totalitarismos, que no sólo coaccionan la conducta exterior del individuo sino que quieren controlar las conciencias.
Ayala distingue entre la "libertad esencial", que nace de la creencia en el valor absoluto del hombre, y la "libertad política", que marca unos frenos y unas técnicas de participación en la vida pública para que la primera sea posible. "La política -escribe Ayala en el prólogo que añade a la edición de El problema del liberalismo en 1963- no es sino la técnica para una distribución sensata de la libertad disponible, dentro de un orden social razonablemente justo" (p. 60).
Cuál es ese orden social razonablemente justo parece una cuestión controvertida dentro de los propios textos recopilados en este volumen. Si en el artículo citado de 1935 Ayala defiende que una verdadera democracia liberal no es posible sin una cierta igualdad económica, que propiciaría el Estado, en escritos posteriores hallamos un nada oculto recelo por la demasiada intervención del Estado en cuestiones socioeconómicas. En este mismo orden puede incluirse un matiz interesante en la valoración que el autor hace de la Revolución Rusa, que rechaza incluir entre los regímenes totalitarios en los escritos más tempranos y en otros posteriores hace una crítica de ella mucho más clara. Bien es verdad que si desde el principio fueron muchos los que vieron, como Fernando de los Ríos entre los españoles, la supresión total de libertades que suponía el régimen bolchevique, fue tras la caída de Stalin cuando salieron a la luz las principales atrocidades comunistas.
De la lectura de los textos parece derivarse -a pesar de estar de acuerdo con la definición antes citada de Cerezo sobre el liberalismo de Ayala- un atemperamiento del contenido social del liberalismo ayaliano, y encontramos expresiones que en boca de otros podrían causar revuelos. En su ensayo "Función social de la literatura" (1963) escribe: "hablar de proletariado es ya pura retórica: los «proletarios» franceses e ingleses son esos turistas cuyos gastos, junto con las remesas de los proletarios españoles contratados en Alemania, están sirviendo de palanca para sacar a la pobre España del hondón del «subdesarrollo». En esa Europa próspera y socialmente avanzada -mucho más avanzada socialmente que la Unión Soviética- el engagement de numerosos escritores no pasa de ser un lujo más que se conceden, el último toque de la sophistication, mediante el cual asumen verbalmente posiciones hostiles frente al sistema de cuyas ventajas disfrutan sin aprensión, mientras en el fondo se pliegan al conformismo y convencionalismo del partido Comunista, ya a un paso de hacerse gubernamental dentro de ese mismo sistema" (p. 455). Faltaban cinco años para el 68.
El papel del intelectual en la sociedad es un tema que preocupa a Ayala. El tratamiento más exhaustivo del mismo se encuentra en su libro Razón del Mundo (1944), del que aquí encontramos desgraciadamente sólo una antología. Frente a las tesis sobre la irresponsabilidad de los intelectuales o la "muerte" de los mismos, Ayala defiende posiciones más clásicas y alerta del peligro de que los intelectuales entreguen su conciencia a un grupo político. Para él, la "misión" (dice con palabra de claras connotaciones orteguianas) del intelectual es "crear la conciencia de la etapa histórica que está a punto de cuajar, ordenar las jerarquías del espíritu en el andamiaje de la nueva sociedad, y orientarla hacia valores culturales firmes" (p. 357). El único verdadero compromiso del intelectual es ser sincero consigo mismo para cumplir su misión.
Otro de los temas importantes abordados en estos ensayos en estrecha relación con los ya comentados es el de la propaganda de los medios de comunicación "en masa". Son muchos los escritos donde aparece; se puede resaltar "Propaganda y política" de 1942. Aquí afirma, quizá demasiado tajantemente, que toda propaganda es mentira (p. 229), y muestra su preocupación porque los métodos del capitalismo respecto a la propaganda se parezcan tanto a los del totalitarismo (p. 232).
La propaganda, según Ayala, ha producido una nivelación de la mentalidad, mucho más importante que "la igualación de las condiciones prácticas de vida", que lleva a "una misma visión del mundo", caracterizada por un "ethos hedonista de disfrutes sensuales", "la apetencia indefinida de nuevas condiciones materiales", una "actitud de pugna desconsiderada", "la pretensión de toda clase de derechos y la recusación de deberes", "la rebelión de lo instintivo contra lo racional y, en general, contra la cultura", que constituyen la actual mentalidad de masa (p. 235). Los vaticinios de su maestro Ortega se han cumplido y ha triunfado el hombre-masa, cuyo exacerbado afán igualatorio, ramplón, a la baja, marca la pauta social.
El acertado análisis de la sociedad de masas que lleva a cabo Ayala sugiere vías de actuación, como la necesidad de que los intelectuales sigan pensando libremente en aras de la verdad sin vender su conciencia a grupos o partidos, pero quizá lleva razón Cerezo en su tan escueta cómo atinada semblanza del autor: "A decir verdad, Ayala no cae en ningún moralismo, ni en prédica ideológica ni en ninguna propuesta arbitrista acerca de cómo resolver la crisis. Sólo indica cómo es posible orientarse en ella con la brújula moral, cuyo fondo estoico/cristiano, simple y diamantino, marca sus cuatro puntos cardinales: resignación estoica ante lo inelectuble del destino; libertad irónicamente desdeñosa frente al poder; humor en la comprensión y aceptación de la debilidad humana; y sobria y entrañable piedad como único antídoto contra la miseria moral" (p. 45). ¡No es mala actitud ante la vida!
Quisiera resaltar finalmente la preocupación constante de Ayala por su país, y su esfuerzo por analizar la realidad presente de España en relación con su historia. Por ejemplo, en su ensayo España, a la fecha, publicado en 1966 y recogido en el volumen aquí comentado, encontramos una visión muy acertada del régimen de la Restauración, cuando por aquellas fechas predominaban enfoques que insistían en el fracaso del liberalismo español, en la radical separación de España de las rutas políticas europeas y en interpretar el régimen canovista de forma demasiado simple como la explotación de una oligarquía caciquil "burguesa" (aunque al mismo tiempo se hablase del fracaso de la burguesía como ya remarcó hace años Manuel Pérez Ledesma) sobre el proletariado (del que por otro lado se decía sin rubor a la vez que era apenas existente). Aquel año de 1966 aparecía el primer gran estudio de Raymond Carr sobre la España contemporánea, que suponía una nueva y rupturista interpretación de los hechos. No sé si Ayala se hace eco del mismo, porque no lo cita, pero son muy significativas las coincidencias.