Hay múltiples métodos engorrosos para matar a un hombre.
Se le puede obligar a que cargue un tablón de madera
hasta la cumbre de un monte y entonces clavarlo. Para que esto
resulte es necesario una multitud de gente
que lleve sandalias, un gallo que cante, un manto
para disecarlo, una esponja, un poco de vinagre y un
hombre que martille los clavos en su sitio.
O es posible buscarse un pedazo de acero
de forma y monturas tradicionales
y tratar de penetrar esta jaula de metal que lo protege.
Si éste es el caso, te hacen falta cabellos blancos,
árboles ingleses, hombres con arcos y flechas,
dos banderas por lo menos, un príncipe y un
castillo donde celebrar el banquete.
Dejando de lado los escrúpulos, puedes también, si el viento
lo permite, asfixiarlo con gas. Pero entonces necesitas
una milla de fango tallada por trincheras,
sin olvidar las botas negras, los cráteres de bombas,
más fango, una plaga de ratas, docenas de canciones
y algunos sombreros circulares hechos de acero.
En una era de aviación, puedes volar
a muchas millas por encima de tu víctima y liquidarla
con sólo apretar un botoncito. Todo lo que se requiere,
en este caso, es un océano que los separe, dos
sistemas de gobierno, los científicos del país,
algunas fábricas, un sicópata y un pedazo de
tierra que nadie va a necesitar por varios años.
Estos son, como dije antes, métodos engorrosos
para matar a un hombre. Más sencillo, directo, y mucho
más limpio es asegurarse de que vive en algún lugar
del siglo veinte, y ahí dejarlo.