UN CLÁSICO DEL DERECHO<br>
Ve la luz la obra póstuma de Truyol y Serra
Reseña realizada por Rafael Herranz Castillo<br>
Doctor en Derecho. Abogado
Pocas veces la trayectoria biográfica personal de un académico resulta tan sugerente e instructiva como en este caso. Antonio Truyol nació en 1913 en Saarbrücken, ciudad que en aquel momento formaba parte de Alemania. Entre 1920 y 1924 vivió y estudió en Ginebra, volviendo después a Saarbrücken por un periodo de ocho años. Cuando regresa a España, a la edad de 19 años, habla el francés y el alemán con mayor fluidez que el castellano: como él siempre destacó, su lengua familiar era el catalán (sus padres eran mallorquines). Su ciudad natal, como todo el Territorio del Sarre (Saar), rico en minas de carbón, pasó después de 1918 a ser administrada por la Sociedad de Naciones, dejando de pertenecer a Alemania hasta que, en 1935, un plebiscito la reintegró al Reich. Truyol vivió, pues, en una ciudad fronteriza, ora alemana ora francesa, experimentando los vaivenes de la política europea definida por el Tratado de Versalles: cambios de fronteras, reparaciones económicas... En su entorno debió utilizar indistintamente ambas lenguas, y educarse en ellas, profundizando en el castellano sólo al comenzar sus estudios universitarios de Derecho en Madrid.
Entra a colaborar como profesor ayudante en 1941 en la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense, obteniendo posteriormente la cátedra de Derecho Natural y Filosofía del Derecho en Murcia, donde enseña entre 1946 y 1957. En esa fecha vuelve a la Complutense, ocupando la cátedra que luego se llamaría de Derecho Internacional Público, en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología, hasta su jubilación en 1983. De 1981 a 1990 fue Magistrado del Tribunal Constitucional. Falleció en octubre de 2003.
Como filósofo del Derecho, Antonio Truyol desarrolló todo su pensamiento en el seno del iusnaturalismo, defendiendo la existencia de dos órdenes jurídicos (el Derecho Natural y el Derecho Positivo), y la subordinación del segundo con respecto al primero. Sin embargo, su obra presenta caracteres que lo singularizan dentro de la Escuela dominante en España en los años 40 y 50. Esa Escuela se caracterizó por el monopolio total de las doctrinas iusnaturalistas, y dentro de ellas del iusnaturalismo neoescolástico de raíz tomista, "escolar y no polémico, con escasa apertura a las corrientes filosófico-jurídicas foráneas" (Delgado Pinto), una doctrina oficial que "tiene como horizonte la confesionalidad del Estado y la moral pública que se cree consustancial con ella" (Gil Cremades). Sin duda caben valoraciones más críticas de aquella escuela de pensamiento, autárquica y reaccionaria, que dominó la materia en España durante al menos tres décadas. En concreto, Truyol desarrolló su formación académica en Madrid, entre 1940 y 1945, como profesor adjunto en la cátedra de Mariano Puigdollers, firme defensor de la ortodoxia católica y significado representante del régimen franquista: primero, participando en la depuración del personal docente; luego, como Director General de Asuntos Religiosos.
Con todo, Truyol siempre mantuvo entre sus colegas un "perfil bajo" en lo político, sin implicarse en la legitimación del Régimen, pero muy destacado en lo académico, a causa (en buena medida) de la ingente información a la que tenía acceso, facilitada por su dominio de los idiomas y por una notable curiosidad intelectual. Junto con Eustaquio Galán, tradujo del alemán una obra fundamental de Karl Larenz: "La filosofía contemporánea del Derecho y del Estado", en 1942. Asimismo, rechazó un enfoque dogmático de la disciplina, y defendió perspectivas de corte sociologista e historicista. Antonio Truyol pasó al primer plano entre los filósofos del Derecho cuando, en 1949, publicó un estudio titulado "Fundamentos de Derecho Natural", en el que clasificaba diferentes tendencias u orientaciones dentro de la escuela, con destacada atención a autores extranjeros, poco citados entonces en España, y a corrientes modernas. Posteriormente dedicó varios trabajos a la obra de clásicos como Francisco de Vitoria y Francisco Suárez.
La aportación más innovadora de Truyol como filósofo del Derecho fue, probablemente, su breve trabajo sobre "Los derechos humanos", publicado en 1968, cuando este tema era muy escasamente tratado por la doctrina (con la excepción de Gregorio Peces-Barba) y, sobre todo, visto con recelo por las autoridades. No debemos olvidar que la sola mención del asunto suscitaba reacciones gubernativas desproporcionadas y que, por poner un ejemplo, todavía en 1975 dos profesores de la Universidad de Oviedo (Manuel Atienza y J. C. Fernández Rozas) fueron multados, y procesados por el Tribunal de Orden Público, por haber impartido unas conferencias sobre los derechos humanos. Este hecho se consideraba constitutivo de un delito de propaganda ilegal. Y es tan sólo un caso.
Como internacionalista, Truyol siempre se consideró discípulo de Alfred Verdross, uno de los más influyentes autores europeos, también enraizado en la tradición iusnaturalista, y del que tradujo al castellano su obra "Derecho Internacional Público". La aportación más conocida de Antonio Truyol en esta materia, la que más significación pública alcanzó en su momento, fue su discurso de ingreso en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, en 1972, titulado "La integración europea. Idea y realidad", en el que abogaba decididamente por la incorporación de España a Europa (cuando las circunstancias no eran aún especialmente favorables).
El libro que ahora reseño no es una obra aislada, no es un trabajo singular: constituye la tercera (y, por desgracia, última) parte de un vasto proyecto intelectual, iniciado en 1954 (en Revista de Occidente) con la historia del pensamiento jurídico-político "De los Orígenes a la Baja Edad Media", y continuado en la misma editorial en 1975: "Del Renacimiento a Kant". Se trataba de ofrecer una Historia completa de la Filosofía del Derecho y el Estado a los lectores españoles, de la que se carecía en aquel momento, una Historia comparable a los clásicos trabajos de Sabine, Cairns, o Wolin (en inglés), Touchard, Chatelet o Chevalier (en francés), Del Vecchio o Fassó (en italiano), Von Hippel o Friedrich (en alemán)... En todo el proyecto de Truyol permanece constante el criterio metodológico de este autor: no se trata de hacer una galería de figuras señeras, más o menos geniales, sino de ofrecer un amplio panorama de la reflexión sobre el Derecho y el Estado en cada contexto histórico, en sus líneas fundamentales.
Los autores se exponen e interpretan en función de unas coordenadas sociales y políticas, en función de los rasgos propios del tiempo en que les ha tocado vivir, y de un entramado de influencias recíprocas que enriquecen su trayectoria. No es de extrañar que, junto a los grandes nombres de la filosofía universal, aparezcan citados otros autores menos conocidos, pero sin duda significativos. Finalmente, evita Truyol extenderse en desarrollos pormenorizados sobre las posiciones filosóficas generales de los autores que trata, para centrarse en los aspectos propiamente jurídico-políticos de su pensamiento.
Como el mismo Antonio Truyol reconoció en alguna ocasión, su postura es la de un historiador implicado, próximo a los autores y a los temas que aborda. Pero esta cercanía se traduce, en su caso, en una cierta benevolencia crítica: su tendencia es a simpatizar con los filósofos, pasando con facilidad de la explicación a la comprensión de sus ideas, y matizando mucho los juicios desfavorables. Todo ello redunda en una ecuanimidad de criterio que resulta siempre de agradecer.
En este tercer volumen se analizan las corrientes teóricas que van desde el idealismo alemán (Fichte, Schelling, Hegel) y el pensamiento posterior a la Revolución Francesa (tanto reaccionario como liberal) hasta el positivismo y el marxismo. Se interrumpe en la segunda mitad del siglo XIX, por lo que quedan fuera del estudio autores como Ihering, Stammler, Jellinek, Gény o Santi Romano. No llega tampoco a tratarse la filosofía de los valores, de la que era buen conocedor. Como contrapartida, los editores de la obra (el profesor Pérez Luño y las hijas de Antonio Truyol) han incorporado tres trabajos sobre temas particulares del pensamiento jurídico del siglo XX, que sirven, en cierta medida, para enriquecer la obra, si bien ésta presenta inequívocamente un carácter inacabado e incompleto.
La primera parte de la obra (su Libro Primero) recorre el pensamiento de las grandes figuras de la filosofía idealista, así como del romanticismo y del historicismo. Aquí encuadra Truyol la aportación de Savigny y de la Escuela Histórica del Derecho, señalando correctamente las dos principales aportaciones polémicas de ésta: por un lado, enfrentándose al Iusnaturalismo, y defendiendo que sólo el Derecho positivo es Derecho; por otro, oponiéndose al movimiento codificador que, si bien tiene su origen en la propia Alemania, llega a su cenit con la publicación completa del Código Civil francés en 1804. La Escuela Histórica, al rechazar que las normas jurídicas pudieran ser deducidas por la razón, o derivaran de criterios metafísicos, constituye el primer paso en la formación del pensamiento jurídico moderno.
Pero el capítulo más destacado, y más extenso, de este Libro Primero es el dedicado a Hegel: casi treinta páginas en las que nuestro autor hace un notable esfuerzo por explicar con claridad los diferentes aspectos de su filosofía, cima del idealismo absoluto, con atención prioritaria a su Filosofía del Derecho. Dejando sentado que "la magnitud y la complejidad de la obra de Hegel han dado lugar a juicios muy diversos", Truyol opta por una interpretación "reformista" que sitúa a Hegel tan distante de los radicales como de los reaccionarios, en línea con las reformas promovidas por el ala más progresista del gobierno prusiano, y lejos de reducirlo a un apologista del Estado.
El panorama del conflicto entre Restauración y Liberalismo en Francia, o del Risorgimento en Italia, aparece trazado con claridad expositiva. Se echa de menos, y ésta puede ser una crítica a la generalidad de la obra, una mayor presencia de autores españoles, que en este Libro queda reducida a la figura de Donoso Cortés.
El Libro Segundo ("La época del positivismo") se abre con un interesante capítulo dedicado al utilitarismo inglés, centrado casi exclusivamente en la obra de Bentham (Stuart Mill se analiza brevemente en otro capítulo), y que sirve para enmarcar también la referencia a la Escuela de Jurisprudencia Analítica anglosajona. Se expone aquí el pensamiento de Austin, con su distinción entre Teoría General del Derecho y Ciencia de la Legislación, dedicada la primera al estudio del Derecho tal como es, y la segunda al Derecho tal como debería ser. La influencia de Austin, que apenas publicó en vida, ha sido enorme en los países de su entorno cultural.
Conjuntamente con el positivismo filosófico se trata el primer socialismo, dedicando notable atención a las obras de Saint Simon y de los utopistas. Breves son, en cambio, las reflexiones sobre la obra de Marx, con las que prácticamente concluye el núcleo central de la obra, sin dar opción a revisar sistemáticamente el pensamiento jurídico-político de la segunda mitad del siglo XIX. El proyecto acometido por Antonio Truyol se detiene aquí, al no haber sido completado en vida del autor.
El trabajo, como indiqué anteriormente, es básico y muy importante para esta área de conocimiento; es una obra de referencia y de consulta necesaria; aporta una considerable cantidad de información y muchos datos, con una valoración ajustada y cautelosa de los diferentes autores tratados. Las críticas que hace son casi siempre muy matizadas. Sólo cabe lamentar que el largo tiempo transcurrido desde el inicio del proyecto, en los primeros años 50, hasta ahora (así como las actividades extraacadémicas de Truyol) ha perjudicado la unidad y la consistencia de la obra, cuyos capítulos dedicados a la Edad Contemporánea, que se recogen en el libro que reseño, resultan esquemáticos en relación con otros anteriores. En suma, una obra de consulta capital, que puede recomendarse sin titubeos a todo lector interesado en esta materia.