En aquel verano del 37 se sintió casi feliz. En Oslo,
noches blancas, barcas en el fiordo, beber dorado aquavit
en el Café del Teatro con Sigurd, Nic y Arnulf. A petición
tocó el violinista el Bolero de Ravel. La gente susurraba:
¡Así es él! Naturalmente tenían razón, obviamente
estaba loco, un enfermo furibundo, que ahuyentaba
a todos sus amigos: con malas artes les arrancaba
(oh, sombra de Stalin) confesiones escritas (a esos traidores),
que cerraba con llave en su escritorio. (Sí, también