El madrileño Gonzalo Fernández de Oviedo residió en América durante casi la mitad de su vida, a lo largo de seis periodos, interrumpidos por visitas a la metrópoli relacionadas entre otras cosas con la publicación de sus obras. Su Historia natural y general de las Indias, aunque se publicó sólo parcialmente (en 1526, 1535, 1547 y 1556), es el ejemplo más sobresaliente de lo que la primera generación de cronistas castellanos aportó al conocimiento europeo de la naturaleza de las Indias occidentales y tuvo un duradero impacto entre los naturalistas hasta bien entrado el siglo XVII. Sus descripciones geográficas, climáticas, botánicas y zoológicas, así como sus dibujos y grabados, circularon profusamente en cartas, manuscritos y letra impresa, tanto en castellano como en latín, italiano y francés.
El madrileño Gonzalo Fernández de Oviedo y Valdés debió estar presente cuando Cristóbal Colón llegó al puerto de Barcelona ante los Reyes Católicos de regreso de su primer viaje al otro lado del Atlántico, ya que entonces era ayuda de cámara del príncipe don Juan, que contaba -como el propio Oviedo- unos catorce años de edad. Aunque desde ese momento el Nuevo Mundo no le pudo ser ajeno, aún tardaría más de veinte años en realizar su primer viaje a las Indias occidentales.
Desde muy joven, Oviedo mostró una casi obsesiva delectación en la escritura y en utilizar dicho recurso para registrar los acontecimientos de su vida, los perfiles de los personajes que iba conociendo y aun algún que otro devaneo literario, poesías incluidas, aunque de más que dudosa calidad literaria. Pero hasta su llegada a América no parece que se despertara en él ningún deseo de emprender una tarea relacionada con el conocimiento científico del mundo. aunque todo lo que Oviedo conoció, leyó, escribió y llevó a cabo durante los treinta y cinco años anteriores a su primer viaje a las Indias tiene una importancia fundamental para comprender por qué acabó escribiendo la Historia general y natural de las Indias occidentales.
Su condición de cortesano, tanto en España como en Italia, le facilitó el acceso a la cultura de las élites o al menos a los aspectos de la misma que él consideró interesantes o adecuados. Con la excepción de Pedro Mártir de Anglería, fue el único autor del momento de entre los que escribieron sobre América que tuvo esas posibilidades, por lo que era quizá el mejor instruido en la historia natural clásica, pese a que no se le pueda atribuir una sólida preparación derivada de una formación académica convencional.De hecho, quizá esa inclinación hacia la historia natural nunca se hubiera desarrollado plenamente si el hasta entonces itinerante cortesano no se hubiera enfrentado directamente al deslumbrante mundo de la naturaleza americana, al desembarcar en aquellas tierras en junio de 1514.
Pese a sus tres matrimonios, Oviedo no tuvo mucha descendencia duradera, ya que casi todos los hijos que parieron sus mujeres murieron a edad muy temprana. La única hija que le sobrevivió y que fue, por tanto, su heredera, se llamó Juana de Oviedo, como la madre de nuestro autor. Es una lástima –aunque todo un síntoma del anonimato en que las mujeres han estado confinadas hasta hace bien poco para la historia y los historiadores– que sepamos casi tan poco de ella como de su madre y de las tres mujeres que estuvieron casadas con su padre. De hecho, Oviedo no nos dejó constancia ni siquiera del nombre de sus otras dos esposas, aunque la documentación ha permitido saber al menos cómo se llamaron. La segunda esposa fue Isabel de Aguilar, que ya estaba casada con él hacía por lo menos ocho años cuando, en 1520, se embarcó para las Indias con su marido y sus dos niños.
El mayor, que estaba a punto de cumplir los ocho años, moriría al poco de llegar al Darién, lugar de destino de su padre; Isabel moriría no mucho después, en noviembre de 1521. La tercera mujer de Oviedo se llamó Catalina de Ribafrecha y era una palentina afincada en Santo Domingo; apenas sabemos nada más de ella.
Oviedo residió en América durante casi la mitad de su vida, a lo largo de seis periodos, interrumpidos por visitas a la metrópoli movidas por intereses políticos y personales siempre relacionados con las Indias y con la publicación de sus obras. Desde, al menos, 1525 hasta 1548, trabajó incansablemente en la Historia natural y general que es, sin duda, el ejemplo más sobresaliente de lo que la primera generación de cronistas aportaron al conocimiento europeo de la naturaleza de las Indias occidentales.
El entusiasmo de Oviedo por los fenómenos naturales de la tierra, el clima o los mares que bañaban islas y continentes recién explotados por los europeos, por las plantas y animales que los poblaban, así como por el rendimiento que los humanos extraían de ellos, no tiene parangón en ninguna de las otras crónicas indianas. Sin duda, las largas estancias del cronista en tierras americanas resultaron determinantes para dar forma a su obra y la separan claramente de la de otros cronistas cortesanos. Por otro lado, su firme propósito de incluir la descripción de la naturaleza como elemento esencial de su Historia, lo distinguen también de otros textos coetáneos.
Por encima de esa actitud entusiasta, la obra de Oviedo (tanto en su parte naturalística como en la histórica) se somete a un riguroso método descriptivo, en donde precisión y experiencia (sobre todo, la propia) son exigencia continua. Pero, además, deben tenerse en cuenta tres firmes convicciones del cronista que ayudan a comprender la visión de la naturaleza americana que las páginas de su Historia transmitieron a sus lectores: la convicción en la utilidad de todas las cosas naturales, puestas en el mundo por el Creador para provecho del hombre (y, por ende, del europeo colonizador de las nuevas tierras); la insistente reafirmación de la empresa imperial española, común a la obra de todos los cronistas hispanos, pero especialmente eficaz en el caso de Oviedo, como no dejaron de señalar amigos y enemigos de esa cosmovisión fuertemente imperial, cristiana y castellana; y, por último, la convicción no menos firme de que la naturaleza del llamado Nuevo Mundo no lo era en absoluto, de ahí su empeño continuo en incluirla en las categorías de lo conocido, no por medio de asimilaciones simplistas, sino con un método descriptivo y clasificatorio que hace de su repertorio de nombres de lugares y accidentes geográficos, recursos minerales, plantas y animales americanos una fuente de saber preciso. Descripciones y terminología que tradujeron la naturaleza americana en conocimiento inteligible para el lector europeo coetáneo.
Es de estos últimos rasgos de donde deriva el duradero impacto de la obra de Oviedo entre los naturalistas europeos hasta bien entrado el siglo XVII. La temprana difusión europea de la obra del cronista madrileño a través de la imprenta veneciana, conseguida esencialmente gracias a la mediación del círculo intelectual en torno a Giambattista Ramusio, Pietro Bembo y Girolamo Fracastoro, dio mayor eficacia a la difusión de la obra de Oviedo en otros países europeos. Sus descripciones geográficas, climáticas, botánicas y zoológicas, así como sus dibujos y grabados, circularon profusamente en cartas, manuscritos y letra impresa. Las traducciones al italiano, al francés y al latín, además, explican la sorprendente perdurabilidad de muchos términos de orígen amerindio (taíno, arawak, mexica) en la literatura científica europea pre y post linneana: bija, jagua, batata, boniato, goaconax, anón, pitahaya, cabuya, henequén, bijao, caimito, maní, o tuna, por citar sólo unos cuantos.
Más información:
PARDO TOMÁS, José, 2002. El tesoro natural de América. Oviedo, Monardes, Hernández: colonialismo y ciencia en el siglo XVI. Madrid: Nívola. ISBN: 8495599309.