Los cambios en la órbita terrestre o el paso del Sol cerca de estallidos de supernovas puede explicar cambios en la evolución de la vida en el planeta.
Los astros que vemos en el cielo influyen sobre la vida en la Tierra, aunque no del modo en que sugieren los horóscopos. El Sol es la presencia central, la fuente de la energía que permite la existencia de seres vivos en nuestro planeta, pero la Luna también desempeña un papel fundamental. Su presencia da estabilidad a la Tierra que, si no tuviese un satélite tan grande, bailaría como una peonza a punto de caer. Los grandes cambios en la inclinación respecto al Sol harían que en periodos relativamente cortos de tiempo se pasase de un planeta sin casquetes polares y hasta 50 grados más caliente que en la actualidad a otro en el que los hielos permanentes llegasen hasta Marruecos.
Los investigadores que analizan el pasado de la vida terrestre han observado que, pese a esta relativa estabilidad ofrecida por la Luna, la biodiversidad ha fluctuado de una forma regular a lo largo de periodos prolongados de tiempo. Estos cambios, según se acaba de publicar en la revista PNAS, pueden tener que ver con los movimientos de la Tierra en su viaje por el cosmos.
Un equipo de investigadores de Nueva Zelanda y EE.UU. ha analizado los ritmos de evolución y extinción de los graptoloideos, un gran grupo de organismos marinos que dejaron fósiles por todo el planeta, en el periodo de entre hace 480 y 420 millones de años, un tiempo que vio la aparición de muchos de los grupos animales que conocemos hoy y la primera extinción masiva por una glaciación, que aniquiló al 85% de las especies marinas. Los autores consideran que entre el 9% y el 16% de los cambios en la presencia y la variación de los graptoloideos en aquellos años se puede atribuir a ciclos astronómicos en los que la Tierra sigue una órbita más elíptica o más circular y en los que cambia el eje de rotación del planeta. Estos periodos, conocidos como ciclos de Milankovitch, cambian la variabilidad del clima terrestre, que pasa de épocas más estables a otras más volátiles y de periodos glaciares a otros en los que domina el efecto invernadero.
Estos cambios en los movimientos de la Tierra respecto al Sol se ven influidos por las interacciones gravitatorias con otros planetas, como los gigantes Saturno y Júpiter, pero al mismo tiempo que sigue su camino alrededor de su estrella, todo nuestro sistema viaja por la Vía Láctea expuesta a otras influencias. En un artículo publicado en la revista Monthly Notices to the Royal Astronomical Society, Henrik Svenskmark, de la Universidad Técnica de Dinamarca, analizaba registros fósiles de los últimos 500 millones de años en busca de picos en la aparición de nuevas especies que pudiesen estar relacionados con fenómenos astronómicos conocidos. De esa manera, observó, por ejemplo, que la explosión de una supernova en las Pléyades podía vincularse con un aumento en la diversidad de animales marinos como los ammonites.
Una hipótesis aún más especulativa planteada por investigadores del Instituto Tecnológico de Kioto (Japón) relacionaba una gran glaciación que convirtió a la Tierra en una gran bola de nieve hace entre 550 y 700 millones de años con un periodo de la historia de la Vía Láctea en la que se produjo un gran número de estallidos de supernovas. Los restos de estos cadáveres de estrellas habrían formado nebulosas negras que, al llegar a las inmediaciones del Sistema Solar, perturbaron la heliosfera, una burbuja magnética gigantesca que detiene buena parte del polvo y los rayos cósmicos que llegan del medio interestelar. Según los científicos japoneses, la interacción de los rayos cósmicos con la troposfera y la ocultación de la radiación solar habrían producido un enfriamiento de la atmósfera y la consiguiente glaciación.