Fecha
Autor
Miguel Ángel Criado

Cuantos menos animales hay, peor les va a las plantas

La dispersión de las semillas a larga distancia se está reduciendo desde hace décadas

La naranja de los osages es un fruto de grandes dimensiones del que se alimentaban mamuts y otros grandes mamíferos hace doce milenios. Sus árboles (Maclura pomifera) abundaban en todo el norte de América. Tras la extinción de la megafauna, su hábitat fue menguando hasta quedar limitado a una reducida área del actual estado de Texas (Estados Unidos) en tiempos de Colón. Para los biólogos es un caso típico de especie huérfana que vive de prestado: su fruto es tan grande que los animales que sustituyeron a aquellos gigantes no podían ingerirlo entero y llevarlo a colonizar nuevos territorios. Como este falso naranjo, por todo el planeta muchas especies vegetales se extinguieron o menguaron su hábitat siguiendo la desaparición de los grandes herbívoros, marcando el fin del pleistoceno. Hoy, y también por toda la Tierra, la mitad de los árboles y los arbustos están limitando su dispersión al no tener quien se lleve sus semillas. Y eso los deja sin su último recurso contra el cambio climático, emigrar.

Hay muchos vegetales que confían a los elementos (aire, agua, incluso fuego) el destino de su descendencia, pero más de la mitad de los árboles y los arbustos necesitan que un animal se coma su fruto, dejando caer sus semillas (dispersión local), o se las trague para después regurgitarlas o defecarlas (dispersión a distancia). La segunda es la mejor herramienta de colonización que tienen las especies que están atadas al suelo, y uno de los mejores ejemplos del mutualismo descrito por Darwin: yo te doy de comer y tú me plantas más allá. Pero la sexta gran extinción en curso plantea la siguiente pregunta: ¿Cómo está afectando a las plantas la reducción de efectivos, cuando no la desaparición directa de muchos vertebrados? Podría pensarse que la ausencia de muchos herbívoros es una buena noticia para el reino vegetal, pero sucede todo lo contrario.

El ecólogo de la Universidad Rice (Estados Unidos) Evan Fricke pilota un grupo de investigadores que acaba de publicar un estudio sobre la dispersión de las semillas en el contexto del cambio climático. Analizaron los datos de unas 18.000 relaciones mutualistas de 302 especies de animales con especies vegetales de todo el planeta. Los resultados, publicados en Science, no son buenos: “Las zonas con mayor declive de aves y mamíferos están sufriendo mayores descensos de dispersores de semillas”, dice en un correo. La crisis empieza con los más grandes. “Los dispersores de gran tamaño que desplazan semillas a grandes distancias están siendo muy a menudo las especies que primero desaparecen de los ecosistemas”, añade Fricke. Y eso expone a la extinción a las plantas de las que se alimentaban.

El boko (Balanites wilsoniana) es un árbol que domina las alturas de las selvas del centro de África. Su semilla llega a medir nueve centímetros y otros cinco de diámetro, una de las más grandes conocidas. La acelerada extinción de los elefantes, su gran dispersor, está provocando que la tasa de reemplazo de los viejos árboles por nuevos sea negativa.

Pero el problema esta vez no se limita a la megafauna como sucedió en el pasado. Ahora también se extinguen pequeños mamíferos y, en particular aves, que se repartían el trabajo de llevar las semillas a nuevos territorios. Alejandro Ordóñez, coautor del estudio cuando enseñaba en la Universidad de Aarhus (Dinamarca) pone cifras a los cambios que está sufriendo la conexión flora-fauna. “Nuestros análisis indican que la pérdida de vertebrados experimentada hasta hoy ha reducido severamente la dispersión de semillas a larga distancia, disminuyendo en más de la mitad el número de semillas dispersadas lo suficientemente lejos como para seguir el ritmo del cambio climático”.

La conexión entre la pérdida de biodiversidad animal y el impacto del cambio climático en la flora constituye una de las principales aportaciones de este trabajo. Desde hace años la ciencia ha observado cómo las plantas están lidiando con el calentamiento global. La estrategia principal es simple: se están trasladando a latitudes cada vez más altas, cada vez más al norte (en el hemisferio norte) o a mayores altitudes, cada vez más arriba, para recuperar las condiciones climáticas que tenían. Pero todo indica que el calentamiento corre más que las plantas.

Según proyectan hacia el futuro los autores del estudio, los árboles y arbustos de frutos carnosos (el ámbito de la investigación) experimentarán en las próximas décadas una reducción extra de la capacidad de dispersión a larga distancia de un 15%. “El problema no es solo la pérdida de especies, también [está] el cambio climático. Cuando juntamos los dos problemas, únicamente un cuarto de las especies de plantas evaluadas podrá dispersar sus semillas lo suficiente para mantener el paso del cambio climático”, detalla Ordóñez.

Este verano, la revista científica Nature publicaba una investigación sobre el mismo problema y su conclusión era muy sombría. En aquella ocasión, el trabajo analizó unos mil casos de mutualismo entre aves migratorias y árboles de los bosques europeos. Observaron que el 86% de las especies vegetales son dispersadas por aves en su migración hacia el sur (desde el norte del continente hasta el Mediterráneo y norte africano y desde aquí al África subsahariana). Únicamente el 35% de los árboles ven sus simientes llevadas al norte. Los porcentajes suman más de 100 porque hay especies que aprovechan el doble sentido.

El biólogo de la Universidad de Cádiz Juan P. González Varo es el principal autor de aquel estudio de las aves. “Los frutos del bosque no son como los que vemos en la frutería, en su mayoría son pequeños, para que las aves puedan tragarlos”, recuerda. Para él, investigaciones como la suya prueban el drama al que se enfrenta la vida: “Hay un solapamiento temporal entre la fructificación de las plantas y la migración. Las plantas fructifican a finales del verano y en otoño, cuando se produce la migración postnupcial hacia el sur. Pero con el cambio climático, en el sur habrá temperaturas cada vez más altas”, advierte. González Varo cree que estamos ante un escenario sin precedentes, “ha habido cambios climáticos en el pasado, pero ninguno tan rápido como este”, concluye.

El más reciente, el fin de la edad de hielo, se produjo hace unos 12.000 años, coincidiendo con la extinción de la megafauna. De hecho, muchos especialistas vinculan ambos hechos. Pedro Jordano es un investigador del CSIC en la Estación Biológica de Doñana y lleva años investigando interacciones ecológicas como el mutualismo. En ese ámbito, ha estudiado el impacto de la extinción de los grandes mamíferos en la flora del pasado. “Al perderse la megafauna, algunas especies vegetales colapsaron. Pero no siempre se produjo la extinción. Algunas encontraron dispersores alternativos, como mamíferos más pequeños o reptiles, y les quedó la dispersión local”, comenta Jordano. Pero, a largo plazo se produjo una reducción del área poblada y otros procesos, como disminución del acervo genético que han comprometido su futuro. En algunos casos, como el del aguacate o el cacao, los humanos reemplazaron a los gonfoterios, emparentados con los elefantes, o los perezosos gigantes. “En la naturaleza se producen respuestas muy aplazadas que llamamos deuda de extinción: con la desaparición de la megafauna se sucederán extinciones que aún no hemos visto”, asegura.

El pasado ilustra cómo puede ser el futuro de la flora del planeta. La disminución de los dispersores que, junto a los polinizadores (también en declive), son los jardineros del bosque, provocará una remodelación a escala global. Para Jordano, “se están perdiendo piezas claves de la red de la vida”. Como dice Ordóñez, “el impacto de la pérdida de una especie es un evento que trasciende a otros componentes de un ecosistema, e inicia una cadena de eventos que puede acelerar la crisis de diversidad actual”. En cuanto a los bosques del futuro, González-Varo habla de una mediterraneización del continente europeo, pero “lo más probable es que surgirán comunidades totalmente nuevas, con especies del presente y con nuevas incorporaciones de especies que llegan desde zonas más cálidas”.

En todo este proceso, los humanos pueden tener un último impacto que permite volver a la historia de las naranjas de los osages. La Nación Osage es un pueblo amerindio de las grandes llanuras de Estados Unidos. Ellos salvaron al árbol de su extinción, valoraban la elasticidad y dureza de su madera para sus arcos. Los colonos la valoraron por su resistencia a la podredumbre y era el principal material para los cercados y linderos. Hoy, gracias a una iniciativa de los años 30 para combatir la erosión, los naranjos de los osages van en paralelo de muchas carreteras del centro y el medio oeste de Estados Unidos.

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