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Fecha
Fuente
The Conversation
Autor
Pablo García de Frutos

Vitamina K: de la coagulación al envejecimiento saludable

Que no nos desangremos cuando nos hacemos una herida o que los tejidos se reparen cuando algún agente externo los daña son dos de las funciones básicas de la vitamina K. Pese a ser menos conocida que la vitamina C o la D, podría guardar el secreto del envejecimiento saludable

Ahora nos puede parecer que estudiar las vitaminas es una cosa aburrida, pero hace cien años estaban en la cresta de la ola científica. El nombre “vitamina” fue propuesto por el bioquímico Casimir Funk en 1912. Lo usó para referirse a sustancias imprescindibles en la dieta, en cantidades pequeñas, para mantener la salud.

Desde el aislamiento de la tiamina (vitamina B1) en 1910 hasta el del ácido fólico en 1941, el estudio de estas sustancias fue un campo muy activo en química y fisiología. Los premios Nobel de 1929, 1930, 1934, 1937, 1938 y 1943 se otorgaron a la identificación y descripción de las funciones de diferentes vitaminas.

En concreto, la historia de la vitamina K (premio Nobel de 1943) está íntimamente ligada a la coagulación. El nombre deriva del danés “koagulation” y de que la anterior vitamina propuesta era la vitamina J (flavina), ahora renombrada como vitamina B2. Se descubrió al detectar una sustancia de la dieta con efecto antihemorrágico, esto es, que prevenía el sangrado.

Poco después, se descubrió en forraje en mal estado la presencia de sustancias que producían el efecto contrario en el ganado: los animales empezaban a sangrar de manera espontánea.

Cuando se aislaron estos compuestos prohemorrágicos se observó que su estructura era parecida a la vitamina K. Esto llevó a usarlos en medicina como los primeros anticoagulantes orales para evitar trombos sanguíneos. Son lo que llamamos antivitamínicos K, como el acenocumarol (el popular Sintrom®), que actúan compitiendo con la vitamina K.

Cómo actúa la vitamina K

Aunque desde los años cincuenta se conocía el efecto de esta vitamina sobre la coagulación y se usaban antivitamínicos K, fue a partir de los 70 cuando empezamos a entender realmente cómo funciona.

La vitamina K es necesaria para modificar la estructura de algunos aminoácidos que componen unas pocas proteínas (menos de veinte) que llamamos “proteínas dependientes de vitamina K”. Entre ellas destaca la protrombina, que es el regulador central de la cascada de la coagulación.

La modificación en la que interviene la vitamina K es irreversible y da lugar a un nuevo aminoácido llamado ácido gamma-carboxiglutámico. Este aminoácido es capaz de atrapar iones calcio como si fueran unas pinzas. La combinación de la proteína con el calcio permite que esta tenga funciones especiales, entre ellas unirse a la parte externa de membranas celulares o a determinados receptores de las células, dependiendo de la concentración de calcio.

Los mamíferos no son los únicos animales que emplean la vitamina K. Yéndonos un poco lejos en la evolución, el molusco Conus textile emplea neurotoxinas dependientes de vitamina K para cazar a sus presas. Y aunque la caracola de la foto parezca inofensiva, ojo, porque se han descrito más de treinta envenenamientos mortales por sus picaduras.

Sistemas de reparación de tejidos dependientes de la vitamina K

Para los que trabajamos en este campo fue una sorpresa cuando, en los años noventa, se aisló una nueva proteína dependiente de vitamina K muy parecida a las proteínas de la coagulación que era capaz de activar una familia de receptores celulares relacionados con los de las hormonas de crecimiento. Esta proteína, GAS6, y su socia en la regulación de la coagulación, la proteína S, son capaces de ayudar a las células del sistema inmune a recuperar tejidos dañados.

Su mecanismo de acción se explica en dos brochazos. Lo que hacen para regular la inflamación es ayudar a eliminar las células que están en proceso de muerte irreversible y a regenerar nuevas células. Nuestros estudios demostraron que, además, inducían la fibrosis en órganos como el hígado, un proceso muy importante para responder a daños químicos y nutricionales como el alcohol, determinadas dietas o sustancias tóxicas.

Los daños a las células que componen nuestros órganos, acumulados durante los años de vida, forman parte del proceso de envejecimiento. Por ello, los sistemas de reparación como los que representan estas proteínas dependientes de vitamina K aumentan en importancia a medida que pasan los años.

Para mantener un envejecimiento saludable, diversos científicos han propuesto el aumento de la ingesta de vitamina K en los mayores. Esto podría prevenir la calcificación de los vasos, mejorar la salud de los huesos y reforzar los sistemas de reparación de tejidos.

En realidad, las insuficiencias en vitamina K son muy raras en humanos y se dan fundamentalmente en recién nacidos, porque la vitamina K atraviesa difícilmente la barrera placentaria. Por eso, al nacer, la deficiencia se compensa suministrando una dosis de vitamina K para evitar posibles sangrados, que son raros, pero con consecuencias devastadoras. En Europa se lleva haciendo desde hace más de 50 años a casi todos los recién nacidos.

Más espinacas, coles y acelgas

En personas adultas se dan deficiencias en vitamina K solamente cuando hay trastornos en la absorción intestinal. Esto se debe a que la propia flora intestinal produce precursores de la vitamina K, por lo que basta con una dieta variada para tener cubierta la necesidad diaria de este micronutriente.

Sin embargo, para estas nuevas funciones relacionadas con el envejecimiento, como la reducción de la osteoporosis y la calcificación de los vasos, aumentar la ingesta de vitamina K consumiendo alimentos ricos en ella (espinacas, acelgas, col rizada y vegetales de hoja verde en general) podría mejorar la salud.

Y aunque aún hay mucho por investigar, parece que a estas ventajas añadiríamos el mantenimiento de los sistemas de reparación y regulación de la inflamación.

Pablo García de Frutos, Director del Grupo de Hemostasia e Inmunidad, Instituto de Investigaciones Biomédicas de Barcelona (IIBB - CSIC)

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

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