En los últimos días, los terremotos de Turquía y Siria han vuelto a ponernos los pelos de punta mostrando el efecto más mortífero de los fenómenos de la naturaleza. Habiendo sido testigos de las imágenes esperanzadoras de los rescates que han sido difundidas por los medios y redes, pero también de las imágenes de destrucción, muerte y sufrimiento, es lógico preguntarse cómo puede una persona sobrevivir tras quedarse atrapada bajo los escombros y qué repercusiones psicológicas pueden sufrir después
La psicología es una de las disciplinas que ha estudiado en profundidad cómo reaccionamos los seres humanos ante un acontecimiento que pone en peligro nuestra vida o integridad física o las de los demás.
Estas reacciones implican respuestas fisiológicas inmediatas, que se pueden ir modificando en el corto, medio y largo plazo. Comprender este sistema de respuestas complejas que priorizan la supervivencia es clave para entender cómo reaccionan las personas en estas situaciones extremas y para poder ayudarlas.
Mecanismos de supervivencia bajo los escombros
Cuando la prioridad es sobrevivir, puede que activar nuestro metabolismo al máximo nos permita tener la fuerza para excavar con nuestras propias manos o escalar entre los escombros. En tal caso, será muy probable que centrar nuestra atención en ese pequeño espacio por donde entra la luz de las linternas de los rescatadores, obviando todo lo demás, nos guie hacia la salida, o nos permita dirigir de forma efectiva nuestros gritos o golpes de ayuda para que puedan ser oídos.
Si estamos atrapados, sin poder movernos, entonces la desactivación de todo lo no imprescindible nos ayudará a reservar los pocos recursos que nos queden para mantenernos vivos. Son muchas las respuestas humanas que se activan o desactivan para priorizar el seguir viviendo.
La ansiedad, como emoción que nos alerta de los peligros y nos hace protegernos más, también nos ayuda inestimablemente a sobrevivir. Si el tiempo en el que estamos atrapados en los escombros se prolonga, y la falta de control sobre la situación nos hace sentirnos indefensos y al arbitrio del destino, centrar nuestra atención en lo que podemos controlar, como nuestra respiración o nuestros pensamientos, también puede ayudarnos a mantener nuestra supervivencia.
Por eso, cuando consiguen alcanzar el objetivo y salir de los escombros, vemos esos rostros de alivio, alegría o agradecimiento que han dado la vuelta al mundo en las redes sociales y los medios de comunicación.
¿Qué consecuencias psicológicas deja una experiencia así?
Muchas de las reacciones adaptativas que los seres humanos ponen en marcha para sobrevivir a una experiencia así pueden provocar que la persona, en los días, semanas o meses posteriores siga alerta, con dificultades para dormir, con sobresaltos, en tensión, incluso cuando el peligro ya ha desaparecido.
La ansiedad que nos ha protegido de peligros, puede llegar a generalizarse a situaciones que ya no son peligrosas y hacernos demasiado temerosos incluso cuando nos hemos desplazado a otras regiones del país y estamos en una nueva vivienda totalmente segura. Por ejemplo, cualquier ruido fuerte o cualquier pequeño temblor provocado por un camión que pasa cerca de la nueva vivienda pueden provocar una elevadísima respuesta de ansiedad, incluso un ataque de pánico.
Y otras reacciones que fueron adaptativas al principio, como evitar enfrentarnos de golpe a todo lo que nos ha pasado y lo que significa —la pérdida de seres queridos, del hogar, de nuestro trabajo—, pueden posteriormente convertirse en un problema cuando hay personas que dejan de sentir emociones, felicidad, alegría o satisfacción en un tiempo prolongado.
Hay más respuestas adaptativas que también pueden generar problemas posteriores si se mantienen a medio y largo plazo como, por ejemplo, las imágenes de los cadáveres en su camino hacia la luz de las linternas de rescate. Al no ser procesadas de forma adecuada en su momento, pueden aparecer en los días posteriores de forma angustiosa y recurrente. Experimentamos la normal necesidad de reconstruir lo ocurrido y convertirlo en recuerdos integrados en nuestra memoria autobiográfica.
También aumenta la desconfianza y la sensación de perder el control sobre sus vidas. Algunas personas no dejarán de preguntarse “por qué”. Y con las preguntas, la culpa por haber hecho tal o cual cosa, o por no haberla hecho, o por sobrevivir mientras otros no han podido.
Mientras, de fondo, una profunda tristeza irá en aumento mientras se adaptan a la nueva realidad que les ha tocado vivir. El aislamiento, el silencio, el no querer contar, la sensación de desapego de los demás y el darse cuenta de que nadie puede ponerse en su lugar serán otras de las reacciones psicológicas que con frecuencia tendrán en los próximos días o meses.
Menores, especial atención
En los niños y las niñas, a quienes esta experiencia les pilla en un momento en que empiezan a desarrollarse como personas, a establecer sus creencias sobre el mundo, sobre sí mismos y los demás, a regular sus emociones, estas situaciones les hacen especialmente vulnerables, y sus reacciones, al ser diferentes de las de los adultos, pueden pasar desapercibidas o no ser abordadas adecuadamente.
Sin embargo, pese a la dureza de los acontecimientos y a que las reacciones inicialmente adaptativas pueden convertirse en disfuncionales si se enquistan, lo cierto es que es previsible que la mayor parte de las personas se recuperen del terremoto sin problemas psicopatológicos y puedan seguir con sus vidas.
La psicología ha desarrollado intervenciones de primeros auxilios psicológicos, guías de autoayuda y tratamientos psicológicos tempranos y a medio y largo plazo que son eficaces y útiles para fortalecer psicológicamente a estas poblaciones y reducir al máximo esos efectos adversos. En estos momentos de dolor es importante que la sociedad entera recuerde lo que la psicología ha demostrado con una gran solidez: que el apoyo de los demás cuando ocurren estas tragedias es uno de los principales protectores para que las víctimas se recuperen lo mejor posible.
Referencia bibliográfica:
Maria Paz García Vera, la autora de este texto, es catedrática de Psicología Clínica y miembro del grupo de investigación Intervención y Tratamiento en Psicología Clínica y de la Salud de la Universidad Complutense de Madrid.