Fecha
Autor
Javier Vicente (Director del Museo de la Evolución Humana)

El museo de la evolución humana de Burgos, tres meses después de su apertura

Nada más llegar al Museo, desde el hall de entrada, el visitante percibe una agradable sensación de vacío y luminosidad. El gran cubo de vidrio, que el arquitecto ha posado en mitad de recreaciones y fragmentos de naturaleza, encierra un espacio de transparencia muy acogedora. Conseguimos así que el visitante, antes que nada, se encuentre a gusto, predispuesto. La historia que tenemos que contarle -cómo la arqueología y la paleontología permiten deducir la evolución del género humano- exige que el entorno sea propicio.
La primera pista que facilita el Museo es una síntesis, marcada en tramos de millones de años, de las especies que han poblado el planeta. Son, podríamos decir, los protagonistas de nuestra historia y quienes han recorrido el camino de la evolución que, con zonas de luz y de sombra, ha conducido a lo que hoy somos. Un camino que, aunque visto retrospectivamente, nos va planteando preguntas sobre el futuro de la humanidad. Esta interactividad entre la prehistoria más remota y los retos que todavía no hemos vencido es, quizá, una de las reflexiones con la que el visitante abandonará el Museo.
museo de la evolución humana de Burgos

Pero no queremos hablar de lo que ha ido pasando en la secuencia de cientos de miles de años, sino de lo que ha pasado en el Museo de la Evolución Humana desde su inauguración, a mediados de julio, por S.M. la Reina Doña Sofía. Y vamos a hacerlo por boca de los noventa mil visitantes registrados en los primeros tres meses de funcionamiento. Primera constatación: el Museo interesa y, en cierto modo, sorprende. Interesa la historia evolutiva y también cómo se cuenta, a través de una diversidad de recursos museográficos que en conjunto conforman una visita atractiva a la que -así nos lo dicen- hay que dedicar no menos de un par de horas. El Museo sorprende porque no se parece a ningún otro. Esta singularidad nos planteaba alguna duda antes de la apertura: la evolución humana, tanto en términos de cambios biológicos como de conquista del conocimiento, ¿será contenido suficiente -nos preguntábamos- para cubrir las expectativas del visitante?. Pues bien, lo que nos vienen diciendo es que nada puede interesar más que las clásicas preguntas existenciales y, en el Museo, se facilitan algunas claves para resolverlas.

Otra consideración interesante es que, en los museos de última generación, se busca el equilibrio entre el continente arquitectónico y los contenidos temáticos, corrigiendo el excesivo protagonismo que han venido teniendo edificios que parecían concebidos para escalar puestos en el ranking de museos icónicos. Pero, no hay que confundirse, esa mayor mesura no tiene porqué implicar una arquitectura carente de interés. El Museo de la Evolución Humana quiere ser discreto o -como dicen algunos expertos- silencioso por el exterior a fin de conseguir un espacio sugestivo en el interior, que es precisamente donde se narra el discurso museológico. Este objetivo creemos haberle conseguido de la mano de la arquitectura de Juan Navarro Baldeweg, pues -como decíamos- su carácter diáfano acoge muy bien al visitante y no le encierra entre cuatro paredes, sino que le permite seguir disfrutando de un entorno luminoso y de los espacios abiertos que, en cierto modo, han sido el escenario de las peripecias de las sucesivas especies de homínidos.

Interesa la historia evolutiva y también cómo se cuenta, a través de una diversidad de recursos museográficos que en conjunto conforman una visita atractiva

En el curso del recorrido por las cuatro plantas expositivas, en total 6.000 metros cuadrados, a cada visitante le han llamado más la atención unas instalaciones que otras. Pero en algo hay coincidencia general: contemplar de cerca los fósiles originales de homo antecessor y de homo heidelbergensis, rodeados de fósiles de la fauna a la que se enfrentaron y de las armas y herramientas que fabricaron, es un experiencia única. En general, gusta mucho adentrarse en la bodega del Beagle para escuchar las observaciones que Darwin iba haciéndose sobre las variantes del entorno botánico y animal. También impresiona la Galería de la Evolución, desde la que nos observan diez reproducciones hiperrealistas de otros tantos seres prehistóricos, a los que devolvemos una mirada llena de asombro. Sabemos que ocuparon nuestro mismo hábitat hace millones de años, pero las distancias temporales se acortan cuando el visitante se compara (más alto-más bajo, más fuerte-más débil...) a escasos centímetros de distancia. Una interesante manera de comparar la diversidad.

Es curioso también, así nos lo dicen, verte envuelto por el fuego y descubrir que su uso ha permitido al hombre mejorar su propia constitución y, desde luego, su modo de vida. De ahí a la reflexión siguiente, comprobar que todavía no lo dominamos, nos permite situarnos justo en el trecho de un proceso evolutivo al que aún le faltan muchas etapas. Pero el fuego es un elemento instrumental, algo que la naturaleza nos ha dado y que hemos aprendido a utilizar. Otros aspectos presentes en el Museo, en cambio, nos hablan de lo que hemos sido capaces de crear el hogar, el adorno, el arte...) de la manera en que hemos organizado la obtención de recursos o la manera en que, a través de ritos funerarios, buscamos trascendernos. Todo ello, pues, muy lejano y a la vez muy próximo a nosotros mismos. Quizá en este vaivén, de cierto vértigo, esté la clave del conocimiento que el Museo quiere transmitirnos. Y la explicación de la aceptación de un proyecto que se sustenta en la aportación de los Codirectores de Atapuerca y en la decidida apuesta de la Comunidad Autónoma de Castilla y León, en un modelo de positiva interacción entre ciencia y sector público.

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