PREOCUPACIONES INFUNDADAS<br>
Un discurso hiperhumanista
Reseña realizada por Jesús Mosterín<br>
Instituto de Filosofía. CSIC
Este libro está dedicado a exponer dos preocupaciones infundadas pero obsesivas del autor y a defender una causa indefendible. Le preocupa que se pueda confundir el hombre con una máquina y todavía más que se pueda confundir el hombre con un animal. De ahí el título "Entre lobos y autómatas". Y defiende que el hombre estaría fuera de la naturaleza y la animalidad, lo que le daría patente de corso moral para maltratar y torturar a los animales, que es a lo que el autor denomina "la causa del hombre", que sirve de subtítulo al libro. Analicemos sucesivamente las tres cuestiones.
La primera preocupación es infundada, pues a nadie en su sano juicio se le ocurriría confundir a un animal (por ejemplo, un hombre) con una máquina (por ejemplo, un robot o una computadora). La tesis de que el hombre no es un robot es trivialmente cierta. Hay miles de diferencias: el hombre (como cualquier animal) nace, puede reproducirse, se pone enfermo, posee un sistema inmunitario que lo protege de las infecciones, se compone de células, está hecho en un 70 por 100 de agua, su elemento primordial es el carbono, come, digiere, filtra la sangre en riñones, orina y defeca, características todas ellas ausentes de las máquinas. Los animales tenemos sentimientos y emociones, ansiedades y temores, sufrimos y gozamos; las máquinas, no. En fin, las diferencias son tantas, que nunca acabaríamos de mencionarlas todas. Sobre todo, y como el mismo Gómez Pin señala, el hombre (como cualquier animal e incluso cualquier ser vivo) contiene dentro de sí mismo una descripción de lo que es, su genoma; una máquina, no. Inicialmente, las computadoras fueron llamadas "cerebros electrónicos", pero obviamente se trataba de una mera metáfora. Nuestros cerebros no se parecen a las computadoras, aunque ambos compartan la capacidad de efectuar ciertas tareas, como las de sumar y multiplicar o la de reconocer la misma palabra en un texto; de ahí que la metáfora no sea completamente arbitraria. Pero esto no es razón para denostar el "mito de la llamada inteligencia artificial", que no es un mito, sino la inofensiva constatación de que algunas tareas pueden ser llevadas a cabo tanto por cerebros como por computadoras, aunque de manera diferente. También los aviones y las aves llevan a cabo la tarea de volar, aunque lo hacen de maneras muy distintas. De hecho, un avión (una máquina) no se parece en nada a un ave (un animal), aunque ambos sean capaces de volar (de modos diferentes).
La segunda preocupación es disparatada, su planteamiento mismo es ininteligible y la tesis implícita es falsa. No se puede confundir al hombre con un animal por la sencilla razón de que el hombre es un animal. La pregunta, que se arrastra a través del libro, de en qué se diferencia el hombre del animal (si en el lenguaje o en la hombría o en el heroísmo) no puede plantearse con sentido. No podemos preguntarnos en qué se diferencian las madrileñas de las mujeres, porque las madrileñas son mujeres. ¿En que se diferencian los cuervos de las aves? Obviamente, en nada, porque los cuervos son aves. ¿En qué se diferencian los hombres de los animales? Obviamente, en nada, pues los hombres son animales. Lo que sí tiene sentido es preguntarse en qué se diferencian unas aves de otras o unos coches de otros o unos animales de otros. ¿En qué se diferencian los hombres de los cuervos? En muchas cosas, por ejemplo, en hablar y tener dientes los primeros, pero no los segundos, que sin embargo tienen pico y ponen huevos, a diferencia de los primeros. ¿En qué se diferencian los hombres de los chimpancés, nuestros más próximos parientes? Por el lado humano, en la posición erecta y la marcha bípeda, en la pinza de precisión de la mano, en que el pulgar toca a la yema de los otros dedos, en ciertas diferencias anatómicas que afectan a las caderas, rodillas y hombros, en el tamaño y ciertos detalles del córtex cerebral, y, en definitiva, en los genes y factores de trascripción que determinan esos factores diferenciales. Por eso, aunque ni el hombre ni el cuervo ni el chimpancé se diferencien del animal, el hombre se diferencia del cuervo, el cuervo se diferencia del chimpancé, y el chimpancé se diferencia del pulpo.
Desde las primeras páginas, a Gómez Pin le alarma que se acabe negando "la singularidad de la especie humana en el seno de la animalidad", pero nadie pone en duda la singularidad de cada especie animal. En el mundo de la vida, todo es cuestión de grado. Nosotros somos muy distintos de los elefantes, pero nos parecemos más a ellos que a los mosquitos, entre otras cosas porque estamos más estrechamente emparentados con ellos, tenemos más años de evolución en común y compartimos más genes. El autor habla de la "utopía de la superación del hombre por la dilución de las fronteras que lo separan del mundo animal", lo cual tampoco se entiende, pues, para empezar, no hay frontera alguna que separe al hombre (un animal) del reino animal, y, en cualquier caso, la ausencia de tal frontera es un hecho trivial y no una "utopía". El galimatías aumenta con el uso a troche y moche del adjetivo "homologable": "Hay algo en nosotros que nos motiva a encontrar una especificidad no homologable". Es una verdad analítica que cada especie tiene su especificidad. En cuanto a las especificidades homologables y no homologables, habría que empezar por definirlas.
¿A qué viene esta confusa defensa de un trasnochado y retórico hiperhumanismo? Al parecer, a lo que viene es a sustentar el largo y bien remunerado empeño del autor en defender las corridas de toros. Mientras el pensamiento ético universal abomina de estas y otras bolsas de crueldad (la expresión es de Ferrater Mora) que todavía quedan en el mundo, Víctor Gómez Pin lleva años dedicado a defenderlas. Ya en 2001 los taurinos le entregaron en la plaza de toros de Las Ventas el Premio Joselito, dotado con 36.000 euros, por su exaltada apología de la tauromaquia en su libro La escuela más sobria de la vida (Espasa, 2002).
Desde un punto de vista científico, negar que los animales sufran o sientan dolor es tan absurdo como negar que digieran o respiren. Sienten el dolor exactamente en las mismas zonas del diencéfalo que nosotros, mediado por exactamente los mismos neurotransmisores y en exactamente las mismas circunstancias. De hecho, no hace falta investigar mucho, pues basta la más elemental experiencia para comprobarlo. Como decía Francis Crick, el descubridor del DNA, "los únicos autores que dudan del sufrimiento de los perros son los que no tienen perro". A este sentido común llama el autor la "tendencia antihumanista", como si el humanismo consistiera en negarse a reconocer la evidencia. La tauromaquia ha sido criticada por su crueldad y por lo que tiene de tortura pública de herbívoros inocentes, por eso Gómez Pin la defiende poniendo en duda que los animales no humanos sufran, o al menos que su sufrimiento sea "homologable". Ataca a los "partidarios de la homologación entre animales y humanos... en lo que a la vivencia del dolor se refiere", lo que según él conduce al "triunfo de la tendencia antihumanista". Al final, "la causa genérica del hombre, aquello por lo que es obligación ética luchar" parece reducirse al presunto derecho humano a maltratar a los otros animales y en especial a torturar en público a los toros.