La observación de una galaxia lejana apoya la idea de que en el interior de todas ellas se encuentran agujeros negros supermasivos con comportamientos similares que condicionan su evolución
En 1915, estudiando las recién publicadas ecuaciones de campo del físico alemán Albert Einstein, su compatriota Karl Schwarzschild descubrió que implicaban la existencia de unos objetos extraños y sobrecogedores, puntos del cosmos donde la masa estaba tan concentrada que ni siquiera la luz escaparía a su influjo. Ahora sabemos que esos monstruos devoradores de todo existen y que los mayores se encuentran en el interior de los objetos más brillantes del universo.
Los núcleos galácticos activos, como se llama ahora a esos objetos, son regiones del centro de una galaxia que no brillan por tener muchas estrellas. En realidad se trata de acumulaciones de polvo cósmico y gas en torno a un agujero negro supermasivo que no es capaz de devorar tal cantidad de materia. Como en una danza en la que una multitud corre y choca en torno a un centro que tira de ellos, las fuerzas gravitatorias y la fricción a las que el agujero somete a esa inmensa nube de gas y polvo hacen que se eleve la temperatura y se genere una intensa radiación electromagnética.
Desde hace décadas, la observación desde la Tierra de esa radiación ha confundido y fascinado a los astrónomos. Algunos de estos núcleos concentran luminosidades miles de veces mayores que la de la Vía Láctea en regiones del tamaño de nuestro Sistema Solar y allí se han hallado imágenes de radio en las que hay movimientos que parecen superar la velocidad de la luz.
Aunque cuando se estudian desde la Tierra los núcleos activos de las galaxias representan una fauna diversa, hay un modelo teórico que intenta unificarlos a todos. Algunos brillan con intensidad visible como si fuesen estrellas y otros parecen más atenuados y requieren otros instrumentos para contemplarlos mejor, pero todos tienen una estructura básica, con un agujero negro inmenso en el centro rodeado por una nube de polvo y gas que lo alimenta, pero que también lo oculta.
La revista Nature publica un trabajo de un equipo internacional de científicos que apoya esa teoría de unificación. El grupo, liderado por la investigadora mexicana de la Universidad de Leiden (Países Bajos) Violeta Gámez Rosas, eligió para poner a prueba esta hipótesis el centro de la galaxia Messier 77, situada a 47 millones de años luz de la Tierra, en la constelación Cetus. Para hacerlo, utilizó un instrumento llamado MATISSE, capaz de combinar varias unidades del Telescopio Muy Grande que el Observatorio Europeo Austral tiene en el desierto de Atacama, en Chile. Con ese instrumento, capaz de observar el polvo y medir su temperatura a través de la radiación infrarroja, y un laborioso trabajo de análisis, que incluyó nuevas imágenes en frecuencias de radio, fueron capaces de desentrañar lo que ocultaba la rosca (lo que en geometría se conoce como un toro) de polvo y gas que rodea el centro de la galaxia y localizar el agujero negro en su interior.
El resultado del trabajo apoya la teoría unificada de los núcleos activos galácticos y sugiere que las diferencias de apariencia de estos núcleos, que había llevado a clasificarlos en dos tipos, depende de la posición desde la que los observamos. Gámez Rosas advierte de que “aún es pronto para sacar conclusiones definitivas, porque es el primer estudio de este tipo que se ha llevado a cabo, pero es un paso importante para entender cómo funcionan estos núcleos galácticos activos”.
Con su posición central en las galaxias y su poderío gravitatorio, comprender la naturaleza de los agujeros negros supermasivos y sus entornos es crítico para entender la evolución galáctica y también la del mismo universo. Se sabe, por ejemplo, que Sagitario A*, el agujero negro que preside el centro de nuestra Vía Láctea, no tiene a su alrededor un núcleo activo. Eso, según explica Gámez Rosas, más que a la condición del propio agujero se debe “a la cantidad de materia que hay a su alrededor”. Parece que Sagitario A* generó un núcleo activo en el pasado, pero ahora no tiene suficiente gas a su alrededor para hacerlo. No está claro si la evolución de la galaxia podría devolverle ese pasado brillante. “El agujero negro puede crecer si va tragando más materia, pero el que sea activo o no depende de su entorno, no de cambios en sí mismo”, afirma la autora del trabajo que publica Nature.
Por último, también hay un debate importante alrededor de la relación entre los agujeros negros en el centro de las galaxias y su papel en la formación de estrellas. Aunque parece claro que condicionan los movimientos galácticos o su brillo, hay dudas sobre su efecto en la fertilidad estelar. Según algunas hipótesis, la activación del medio interestelar favorecería la formación de estrellas, pero también se plantea que los agujeros expulsen el material o que un exceso en el calentamiento del medio interestelar haría exceder la temperatura ideal para convertirse en un buen vivero de estrellas.
En 2019, más de un siglo después de que Schwarzschild nos hablase por primera vez de los agujeros negros, un equipo internacional de astrónomos fotografió por primera vez el que se encuentra en el centro de la Vía Láctea. Hoy, otro grupo ha demostrado que es posible llegar al interior de algunas de las galaxias que parecían más inaccesibles para estudiar el papel de estas singularidades gravitacionales que llevan décadas alimentando nuestra imaginación. El estudio de los agujeros negros seguirá siendo en los próximos años un espacio ideal para seguir empujando los límites del conocimiento humano.