Un estudio en ratones muestra una vía de señalización que podría bloquearse para reducir el impulso de ingerir grasas
El azúcar y las grasas son dos ingredientes que casi siempre están presentes en las comidas adictivas. Las bebidas carbonatadas, los zumos, las golosinas o las chocolatinas están cargadas de azúcar. Muchas patatas fritas, los bollos con crema o buena parte del menú en los restaurantes de comida rápida se ayudan de nuestro apetito por la grasa para hacer atractivos sus productos. El gusto de esos alimentos es importante, pero según un nuevo estudio, que acaba de publicar la revista Nature, también existe un sistema de señalización que comunica el intestino con el cerebro que explica el impulso detrás de uno de los principales problemas de salud de la humanidad: la obesidad.
“Estos resultados dan forma a la idea de que existen dos entradas sensoriales al cerebro: una codifica lo que nos gusta y otra lo que queremos. Esas dos entradas funcionan juntas. Primero, con la lengua, reconoces lo que te gusta, pero después el estómago te dice lo que necesita”, explica Charles Zuker, investigador del Instituto Médico Howard Hughes y profesor de la Universidad de Columbia (EE UU). Esta división, podría explicar, según un trabajo centrado en el azúcar que publicó en 2020, por qué las bebidas con edulcorantes artificiales no logran igualar la atracción que producen las que tienen azúcar de verdad. En aquel estudio, aparecido también en Nature, se observó que, incluso en ratones a los que se había anulado el sentido del gusto, se mantenía la preferencia por las bebidas que incluían azúcar frente a las endulzadas artificialmente.
En el caso de la grasa, el equipo liderado por Zuker puso a prueba los mecanismos que determinan las preferencias por algunos alimentos, proporcionando dos tipos de sustancias disueltas en agua a ratones de laboratorio. Por un lado, grasas y por otro un edulcorante que tiene un sabor atractivo, pero no tiene efectos sobre el intestino. A los dos días, los animales mostraron una clara preferencia por el agua grasienta, incluso cuando los investigadores los modificaron genéticamente para que no pudiesen sentir el sabor a grasa en su lengua.
La presidenta de la Sociedad Española de Obesidad (SEEDO) y catedrática de la Universidad de Córdoba, María del Mar Malagón, considera el trabajo “extraordinario”. Para ella, el aspecto más interesante es que “los investigadores han sido capaces de delimitar la zona cerebral que se activa al comer grasa y que sería responsable de esa apetencia o preferencia por la grasa, el núcleo caudal del tracto solitario en el tronco cerebral”. Además, identificaron unas neuronas específicas en el nervio vago que transmiten al cerebro los estímulos producidos por la grasa al llegar al estómago y otro grupo que responde de una forma más general, informando también al cerebro de la presencia de azúcares o aminoácidos. En un trabajo desarrollado por Mengton Li, del Instituto Médico Howard Hughes, una vez que identificaron estas vías de señalización en los ratones, fueron capaces de bloquearlas con un fármaco, mitigando así el deseo por la grasa. “Lo complejo ahora será identificar las moléculas específicas dirigidas a las subpoblaciones concretas de neuronas y que no tengan efecto sobre otras dianas”, opina Malagón.
Zuker, que enfatiza que su trabajo consiste en “comprender los mecanismos biológicos fundamentales detrás de nuestras preferencias y los misterios del cerebro”, cree que este conocimiento puede ser útil para combatir la epidemia de enfermedades metabólicas, diabetes u obesidad, que son un inmenso problema de salud en el mundo actual. “Si entiendes el circuito, quizá puedas empezar a alterarlo con moléculas que controlen su actividad”, señala, y reconoce que ya tienen contactos con la industria de la alimentación para plantear alternativas que satisfagan la demanda de grasa del intestino sin los efectos negativos. “Hay dos tipos de personas que puede beneficiarse de estas intervenciones. Uno es el de la gente que tiene un problema clínico. En ese caso se podría intervenir con algún compuesto que permita empezar a disociar estos dos circuitos”, apunta el investigador. “El segundo es fijándonos en el consumidor general. Ahí la lógica funcionaría como en los edulcorantes artificiales, pero con la diferencia de que no solo se satisfaga la lengua, sino también ese circuito intestino-cerebro”. Y concluye: “Conceptualmente, quizá exista un camino en el que podemos mantener la atracción al azúcar o la grasa, pero sin tener las calorías”.