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Lector que estás leyéndome en algún interino
declive de la noche, ¿qué sabes tú de mí?
¿En qué despeñadero de qué historia
podemos encontramos?
Quienquiera que tú seas
te exhorto a que me oigas, a que acudas
hasta estos rudimentos del recuerdo
donde me he convocado a duras penas
para poder al fin reconocerme.
Ven tú también si me oyes hasta aquí.
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Paracelso llevaba una flor en cada mano:
una, amarga y concreta, le enseñó
la mezcla de lo exacto que embellece
la ciencia en los manuales.
Improbable, la otra
le tentaba la sien más distraída
dibujándole pozos sin final
allí donde las brújulas se pierden.
Su sabor, imagino, era más dulce.
Botánica secreta,
igual que a Paracelso
permíteme espiarte las raíces,
que tu tallo al hervir se transparente
aunque sea un instante y luego sigas
creciendo por la tierra alborotada,
impregnando la atmósf
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Pero queda todavía una chance:
que se acabe este funesto big bang,
que el universo empiece a contraerse
y a enfriarse, camino del gran crunch:
acabarían entonces los adioses,
los alejamientos, las separaciones:
se invertiría la flecha del tiempo,
moriríamos antes de nacer,
la gigantesca nuez del coco
iría a parar a la basura
aún antes de que partiéramos el dicho
coco, o más bien, uniéramos sus partes:
primero el vagabundeo de Ulises,
después la guerra de Troya, y recién
a lo último, el juicio de Paris: le saca
a Helena la manzana, piensa qué hacer,<
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Cualquier estupidez sostenida concuerda.
Cualquier sistema es bello; cualquier belleza, cierta.
Cualquier orden provoca disparates y estrellas;
cualquier rueda, si rueda, se destruye a sí misma.
Quizá Raimundo Lulio con su Ars Magna de niño
y las combinaciones de sus falsos prodigios,
lograba, y era ciencia, cierto misterio vivo,
y quizá en lo tonto de su juego, estallidos.
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Cuanto más sabemos y más ancho vemos, más
comprendemos que dependemos de cosas minúsculas.
¿Cuántos ángeles pueden posarse simultáneamente en la
punta de una aguja?, preguntaba un Magíster de la
Universidad de la Sorbona, allá por el siglo XIII.
¿Y por qué tan neutral, tan seguro de sí mismo
Don Neutrón?
Uno anda dando vueltas con sus eléctricas cargas
y él, estable, ni se entera
de que uno, aunque chiquito, podría como una broma
armarle la de no-Dios,
la desintegración.
Basta un salto, quanto o tanto,
¡y se acabó, señorón!
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Árbol, buen árbol, que tras la borrasca
te erguiste en desnudez y desaliento,
sobre una gran alfombra de hojarasca
que removía indiferente el viento...
Hoy he visto en tus ramas la primera
hoja verde, mojada de rocío,
como un regalo de la primavera,
buen árbol del estío.
Y en esa verde punta
que está brotando en ti de no sé dónde,
hay algo que en silencio me pregunta
o silenciosamente me responde.
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Así, pues, es posible que la naturaleza de la tierra,
ofreciendo los principios al alado fuego, haya engendrado los cometas;
también es posible que la naturaleza, de forma misteriosa,
haya creado esas antorchas como estrellas que brillan con tenue llama
en el cielo; pero el Titán -con su violento ardor atrae hacia sí a los brillantes
cometas, los absorbe en su propio fuego y enseguida los abandona,
como hacen el Cilenio y Venus (cuando este planeta trae la noche,
una vez encendido su lucero vespertino), que se ocultan con frecuencia,
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El fonendoscopio es el único instrumento capaz
de situar la subterránea tristeza del corazón.
Plantaciones de margaritas, cubiteras de hielo,
obuses rojos, se descubren con increíble asombro
al.
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El espacio ha quedado
reducido a su centro,
al ala que conduce
la luz hacia su centro,
al hueco que comprime
la voz dentro del centro,
al centro que proyecta el iris a su centro,
al centro de ese centro que anula toda voz.
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Dada la hipotenusa carnal del enxiemplo, bese
el hombre a la sua
mujer suave, arguméntela
con otro fósforo para que la llama
siga siendo llama,
ábrala además
libertino.