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Quien lo recuerda sabe.
En el principio era
sopa no condensada, pura energía boba,
filamentos sin tiempo, vómitos apilados
en cadenas sin fin -su fin era su inicio,
estruendoso silencioso que nada percibía.
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Surge el diamante desde lo profundo
de su brillo, como la ola surge
del mar, siendo ella misma
el mar, y surge
la esmeralda desde las verdes junglas
de su dureza y el rubí y el ópalo
desde su sangre o sus destellos.
Y me dan en el pecho y me preguntan
cuántos miles de siglos necesita
un hombre, una conciencia para
llegar a contemplarse
a sí misma.
Y, como escondido
en esta su certeza indiferente,
creo ver un aso
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En fin, si la naturaleza no hubiese fijado ningún término a la
destrucción de las cosas, ya los cuerpos de la materia hasta tal
punto se habrían reducido por la acción devastadora del tiempo
anterior, que nada engendrado por ellos a partir de cierto momento
podría cruzar el límite último de su vida.
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Eran tiempo los pájaros
y el vuelo una conspiración de los relojes.
En la naturaleza de las aves
todo sucede cuando el viento
escribe el inventario.
Abajo mueve el hombre sus pies como fortuna
de su aparente condición.
Y desde el centro de ese escrito
que el aire doloroso testimonia
con la tinta de la metáfora,
resulta que los hombres no son más que una pausa
que el tiempo se ha tomado
para que así el poema
viva a su vez la música
y el drama.
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Un tiempo rudo abre las compuertas
de la noche
y corre como un niño atónito
hasta el que un día fuera cuarto de los juguetes.
Deambula por la casa, restaura la carcoma
irredenta de la imaginación,
ayuda a las arañas al envejecimiento
convencional de las habitaciones,
proyecta sus tentáculos
por esos escondites donde anidan los miedos.
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CERO luminoso, claridad vacía
que borras nuestra falsa conciencia sólo humana
y nos llevas a un mundo remoto y absorto;
cantos tartamudos, números perdidos
que sustentáis, callando, las músicas flotantes
a la vez que el orden de los dioses antiguos
y los teoremas que aún llamamos modernos:
nubes aún sin forma, y vosotras, estatuas
que con grandes ojos, quizá azules, fijos
me miráis sin verme, vosotros unís
pasado y futuro como un presente ausente.
iOh transparencia viva! Y iOh tú, pálpito quieto
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Un pájaro vivía en mí.
Una flor viajaba en mi sangre.
Mi corazón era un violín.
Quise o no quise. Pero a veces
me quisieron. También a mí
me alegraban: la primavera,
las manos juntas, lo feliz.
¡Digo que el hombre debe serlo!
(Aquí yace un pájaro.
Una flor.
Un violín).
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Es nuestra fe una misma,
fe en la vida inmortal de la conciencia,
esta fe que agoniza
bajo la pesadumbre de la ciencia
entre esos pueblos de avaricia y lujo;
ciencia menguada que es sólo ceniza
del eterno saber.
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Tenías abecedario
innumerable de estrellas;
clara
ibas poniendo la letra,
noche de agosto.
Pero yo, sin entenderla,
misterio, no la quería.
Aquí en la mesa de al lado
dos hombres echaban cuentas.
Más bellas que los luceros
fúlgidas, cifras y cifras,
cruzaban por el silencio,
puras estrellas errantes,
señales de suerte buena
con largas caudas de ceros.
Y yo me quedé mirándolas:
-¡qué constelación perfecta
tres por tres nueve!- olvidado
de Ariadna, desnuda allí
en islas del horizonte.
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¡Este apartado campo
de experimentación donde, subidos
en los hombros de cuantos
nos precedieron, tan pacientemente
ponemos luces en las oquedades
del misterio! ¡Esta orilla
de la creación, de la que ya partieron
nuestras primeras naves al encuentro
del saber! ¡Esta aula
infantil, donde tan torpemente
logramos aprender los rudimentos
de superiores civilizaciones!