MEMORIA DE LA CIENCIA ANDALUZA<br>
Una reconstrucción de la actividad científica en el mediodía español
Reseña realizada por Francisco Solís<br>
Junta de Andalucía
"Un pueblo que no rinde culto a su historia es un pueblo mutilado y sin destino". Estas palabras del prólogo de Manuel Casal, director de Canal Sur Radio, reflejan el espíritu que anima este libro: rescatar y reconstruir la historia de la ciencia en Andalucía a través de algunos de sus más importantes valedores. La narración pretende ser sencilla y accesible para todo el mundo, siguiendo el interés pedagógico que está presente en todo el libro.
En este sentido, en el de la educación, esta labor de arqueología histórica tiene una intención aún más básica: romper con los tópicos, difundidos por el folclore más mistificador, de que la actividad científica es incompatible con los andaluces. Ecos de una época, sobre todo a partir del siglo XVII, en la que, como ponen de manifiesto los autores, el clima de crisis económica y social se refleja en el desprecio de la actividad científica, aunque, paradójicamente, éste sea el Siglo de Oro de las Artes.
La sensibilidad de los autores facilita la tarea. Ambos poseen perfiles destacados hacia la divulgación y la educación: Enrique Díaz León es el responsable de la revista radiofónica de Canal Sur Radio 'El Observatorio', especializada en temas científicos; Maria Amorín Brenes es pedadoga, y colabora con el programa aportando un carácter didáctico a los contenidos. Aquí sin duda han tenido que realizar un gran esfuerzo de síntesis y de claridad expositiva para poder abarcar un periodo de tiempo tan grande en tan pocas páginas.
Los autores se remontan hasta los orígenes de las primeras civilizaciones que habitaron el espacio que hoy es Andalucía. La razón de este gran salto atrás en el tiempo es clara: la concepción de ciencia que manejan es amplia, ya que ciencia no es sólo lo que se encuadra dentro del método científico, que es el producto de una época histórica muy concreta. Los autores sostienen que la indagación, innovación, experimentación y comunicación de lo descubierto, pilares de la actividad científica, son elementos básicos en la actividad humana de conocer, y, por tanto, son hitos presentes desde los orígenes de la civilización.
Así, la reconstrucción de una historia de la ciencia con este carácter ha de comprender épocas que, desde un punto de vista estrictamente positivista, no serían del todo "científicas". Es por esto que en las primeras páginas nos encontramos con que personajes como Columela, Averroes, o Nicolás Monardes hablan de la Antigüedad Clásica, del período andalusí y del siglo XVI, el siglo de los grandes descubrimientos geográficos. Éstos, así como sus coetáneos, serían científicos atípicos hoy en día: son humanistas en el sentido amplio del término, ya que poseen conocimientos de las más diversas materias, según la sensibilidad de cada época.
Por eso, durante la dominación romana, el interés por la explotación de los recursos naturales de Hispania provocó el desarrollo de la Agricultura y la Metalurgia; la Botánica, la Medicina y la Astronomía tuvieron por su parte un gran auge en los siglos del esplendor musulmán en la península, cuando ciencia y religión se entremezclaron para intentar conocer la naturaleza, gran obra de Dios. Y durante el siglo XVI, la Geografía y la Cartografía fueron las grandes ciencias, en una época en la que dos reinos recién nacidos, España y Portugal, se lanzaban a la conquista de nuevos territorios.
Será en este siglo XVI cuando se fundan las primeras universidades andaluzas, en Sevilla, Granada y Baeza. A pesar de que durante los siglos posteriores, según los autores, la institución universitaria conserva aún estructuras y planes de estudio anquilosados, que en muchos casos no recogen los avances científicos que se realizaban fuera de nuestras fronteras, la universidad será un motor dinamizador de la investigación en Andalucía y España, sobre todo a partir del siglo XIX y, en mayor medida, durante el XX.
Benito Daza de Valdés, óptico cordobés y notario de la Inquisición, y el marino Antonio Ulloa, son los personajes elegidos para narrar los avatares de la ciencia andaluza en los siglos XVII y XVIII, respectivamente. Si el primero refleja la retroceso de las actividades científicas, dentro de una sociedad dominada por la doctrina de la Iglesia, Ulloa es un exponente del incipiente periodo ilustrado español, donde se realizaron grandes exploraciones científicas del mayor interés. El marino gaditano participó en una expedición conjunta con científicos franceses para determinar la forma de la Tierra; el gran proyecto botánico del también gaditano José Celestino Mutis, es otro de los ejemplos del nuevo espíritu que las ideas ilustradas proporcionaron a la cultura científica andaluza.
Por último, los autores hacen un repaso de dos siglos muy importantes para la ciencia, no sólo en Andalucía o España, sino del resto de la Humanidad. El siglo XIX es el gran siglo de la ciencia, que, siguiendo la pretensión universalizadora surgida de las ideas ilustradas, adopta el método científico y adquiere la fisionomía que hoy reconocemos en sus especialidades. Pero la situación política en España es muy inestable, lo que no ayudó mucho a que el país pudiera participar en este desarrollo científico y tecnológico. Los autores reconocen que éste también es el gran siglo de la Medicina española, que se desarrolla a la par que las carreras de los grandes científicos, como el granadino Federico Olóriz, que realizó uno de los más exhaustivos estudios antropométricos e introdujo la dactiloscopia.
El pasado siglo, por su parte, se inició con la promesa de la universalización de la educación, promovida en gran parte por el andaluz Fernando Giner de los Ríos y la Institución Libre de Enseñanza. La creencia de la élites ilustradas del país era que la modernización sería imposible sin educación. En ciudades andaluzas como Granada, estos grupos eran muy importantes: fue la segunda capital española con más miembros en la Asociación para el Progreso de la Ciencia. Pero la Guerra Civil vino a truncar estas esperanzas.
En la época más reciente, los autores, a través del parasitólogo jiennense Carlos Rodríguez López-Neyra, recogen la experiencia del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), organismo surgido del régimen franquista. Según éstos, aunque el CSIC dio un impulso a la ciencia andaluza con la creación de numerosos centros, que seguían las líneas de investigación de los grandes científicos que no se exiliaron (como fue el caso del propio López-Neyra y el Instituto de Parasitología de Granada), esta institución no ha sido capaz de articular una política científica estatal.
Aun así, gracias al impulso del CSIC y de las universidades andaluzas, y tras asumir la administración regional las competencias en materia de investigación científica, la ciencia en Andalucía se ha colocado entre las primeras del país en cuanto a productividad, aunque la inversión en este campo sigue por debajo de niveles europeos (al igual que el resto del país). Esto se pretende aliviar con la creación de parques tecnológicos, el futuro para la ciencia en la Andalucía del siglo XXI. Los autores también destacan el regreso de científicos andaluces del extranjero, como el onubense Ramón Pérez Mercader y el sevillano Luis Rojas Marcos, y la formación actual de los jóvenes científicos, como garantía para la consolidación de la ciencia en Andalucía. Tradición hay.