Cuando la obligación y la devoción coinciden, la vida puede ser una fiesta. Lo ha sido para mí, con sus inevitables altibajos, a lo largo de mis sesenta y cuatro años de vida, pues en lo laboral he conseguido armonizar la investigación con el placer, la prospección científica con la alegría que produce estar jugando al juego que elegí desde el principio de los tiempos, en el tablero mágico del amor a los libros y a la literatura.
Desde niño he sentido por las Humanidades una curiosidad convicta y confesa que no ha hecho sino aumentar con el paso de los años. Los saberes históricos y filológicos han sido mi perpetua debilidad, el continuo objetivo de mis pesquisas, el fin último de mis indagaciones. Y lo han sido en bloque, sin que la hiperespecialización que ha devastado el mundo de las ciencias humanas en las últimas décadas haya hecho mella, ni siquiera mínima, en mi decidido y vocacional anhelo de universalidad. Como para el personaje de Terencio, tampoco para mí ha sido ajeno nada de lo humano. Con ese planteamiento de salida, la tarea de fijar un texto a partir de unos presupuestos ecdóticos se convierte en una aventura que implica muchas cosas y que arrastra consigo muchos y variados sedimentos. Para entender cabalmente un texto hay que penetrar con decisión en la época en que vio la luz, en los condicionantes de todo tipo que concurrieron en su gestación, en la herencia retórica recibida, en el marco cultural, lato sensu, en que se inscribe.
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Innumerables lecturas han convertido mi paso por el mundo en una experiencia plural, rica en complicidades y en fértiles diálogos con mis queridos clásicos. Esas lecturas son, a la postre, las únicas responsables de que la Comunidad de Madrid y un prestigioso jurado designado por ella me concedieran el Premio 'Julián Marías' de Investigación 2013 |
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Me he pasado gran parte de mi vida leyendo literatura clásica -entendiendo por ella mucho más que la contenida en los márgenes grecolatinos-, y ese afán por la lectura tenía obligatoriamente que desembocar en territorios hermenéuticos. Pero sin que la acción crítica deviniera fin en sí misma, sino actuando siempre como medio, como simple instrumento para disfrutar más y mejor de lo leído. Que otros se enorgullezcan de lo que han escrito -solía decir el maestro Borges-, que yo me jactaré tan solo de lo que he leído. Esas innumerables lecturas han convertido mi paso por el mundo en una experiencia plural, rica en complicidades y en fértiles diálogos con mis queridos clásicos. Esas lecturas son, a la postre, las únicas responsables de que la Comunidad de Madrid y un prestigioso jurado designado por ella me concedieran el Premio 'Julián Marías' de Investigación en Humanidades correspondiente a 2013.
La concesión de este Premio me hizo tanto más feliz cuanto que lo sentí como patentemente inmerecido. Los premios deben saludar un esfuerzo mantenido a lo largo del tiempo, o el fulgor momentáneo de una genialidad novedosa. Ninguno de esos dos motivos se daban cita en mí. Desde que obtuve una Beca de Investigación Predoctoral en el CSIC -la institución de mis fervores y de mis entretelas- allá por 1974, hasta la fecha, no he tenido que esforzarme en nada que no fuese dar satisfacción a mi pasión por las letras universales. Y ninguna de mis aportaciones filológicas conllevan el relámpago, tantas veces ficticio, de la novedad o de la originalidad, esos aburridos inventos del Romanticismo. Están marcadas, todas ellas, por el signo del juego, del entretenimiento, de la diversión. No han sido redactadas en horario de clase, sino en el Tiempo, mágico y con mayúscula, del recreo, en un Tiempo sin tiempo que ha situado siempre mi labor en una Edad de Oro primigenia, lejos del tiempo que nos va matando. Por todo ello no me merecía el Premio que hoy se me entrega. Por todo ello supone para mí una alegría mucho más honda, un gozo mucho más intenso, recibirlo.
Sin el magisterio de nombres propios tan queridos y admirados por mí como los de mis mentores Manuel Fernández-Galiano, Francisco Rodríguez Adrados, Antonio Fontán y Miguel Dolç, nunca hubiera sabido leer a los clásicos de la forma precisa para que me otorgaran un Premio que lleva el nombre de Julián Marías, otro maestro a quien admiro por su vocación universalista.
Dedico el galardón a la memoria de mis padres, Juan Antonio de Cuenca y Mercedes Prado; a mi mujer, Alicia Mariño; a mis hijos, Álvaro de Cuenca y García-Alegre e Inés de Cuenca y Barella, y a mis nietas Genoveva y María. Sin el recuerdo permanente de los unos y la benéfica presencia de los otros mi vida no tendría sentido.