“El ingenio lingüístico con que ha explorado la periferia y la especificidad de la experiencia humana” es lo que la Academia sueca ha destacado del austriaco Peter Handke (Carintia, 1942) al concederle el Premio Nobel de Literatura de este año, 2019
No cabe duda de que es uno de los autores europeos más originales e influyentes, con una mirada propia y una voz inconfundible dentro de las letras en lengua alemana. Handke no deja indiferente al lector, sea porque le fascina o porque le causa una gran irritación, pero en cualquier caso le resulta admirable.
Considerado el “enfant terrible” de las letras alemanas desde sus primeras obras, sobre todo de las teatrales Insultos al público (1966) y Kaspar (1967), cuyo objetivo era sacudir las conciencias de la burguesía culta, ya más que recuperada de las penurias de la posguerra gracias al milagro económico, no ha dejado de ser un autor del máximo éxito de crítica y de ventas en más de cinco décadas de muy prolífica escritura.
El estilo de Handke se caracteriza porque explora el lenguaje y experimenta casi hasta el límite de la incorrección, hasta un manierismo que podría parecer hueco, pero que en el fondo recrea su especial forma de percepción del mundo. El tema central de toda su obra, al que vuelve una y otra vez, siempre con algún elemento nuevo pero siempre con la misma coherencia y la misma idea de fondo, es el propio arte y la contemplación de la belleza, casi como experiencia mística inefable pero susceptible de ser percibida y narrada. Así lo trata a veces de un modo más abstracto, como en el Poema a la duración (1986) o en el Ensayo sobre el cansancio (1989), o más concreto, vinculándolo al análisis de la obra y la vida de otros artistas, por ejemplo, pintores, como en La doctrina del Sainte-Victoire (1980), en que recorre los paisajes de Cézanne en busca de la experiencia del color, o en el Ensayo sobre el día logrado (1991), centrado en la vida de William Hogarth. En su diálogo con otros escritores, Handke juega con las citas y la recreación de distintos géneros literarios, como en la Carta breve para un largo adiós (1972), así como con los niveles de realidad y ficción, como en Don Juan contado por él mismo (2004), donde comparte escenario con grandes personajes de la literatura universal.
Es uno de los autores europeos más originales e influyentes, con una mirada propia y una voz inconfundible dentro de las letras en lengua alemana
Excepto algunas de las primeras novelas, protagonizadas personajes inventados —como El miedo del portero ante el penalti (1970) La mujer zurda (1976)— o la más autobiográfica de todas, Desgracia impeorable (1972), que trata sobre la muerte voluntaria de su madre tras una vida marcada por la crudeza de la posguerra en la Austria de provincias, el (anti)héroe y narrador en primera persona de las obras de Handke es un escritor llamado Peter Handke al que le ocurren (o más bien se le ocurren) una serie de cosas mientras va de camino a alguna parte. Así, a lo largo de los años, el escritor que se desdobla, charla y hasta ironiza sobre sí mismo ha desarrollado todo un código de metáforas particulares que se hacen guiños a través del denso entramado de motivos de su “gran universo Handke”.
En este universo hay un lugar especial para España, ya que el austriaco no solo es un gran conocedor de la literatura española clásica (cita de memoria a Santa Teresa, a Cervantes o a Machado), sino también de sus paisajes. La ha visitado muchas veces entre 1972 y 2017 (en esta ocasión con motivo de su investidura como doctor honoris causa por la
Universidad de Alcalá) y es posible que incluso la haya recorrido a pie, igual que el viajero narrador del Ensayo sobre el jukebox (1989), que atraviesa la Castilla profunda, de Burgos a Soria, en busca de un antiguo aparato de música, o del que sigue las huellas de Don Quijote en La pérdida de la imagen o Por la Sierra de Gredos (2012), una de sus dos grandes “antinovelas”.
Caminar, el movimiento de los pies que inevitablemente hace viajar la mirada y pone en movimiento la mente para, de nuevo, impulsar la creatividad del lenguaje y así captar y recrear la experiencia de lo mágico en lo cotidiano, de lo eterno en los pequeños detalles de la realidad: esta es la poética de Handke, muy patente también en su otra gran “antinovela”: El año que pasé en la Bahía de nadie (1994), una larguísima peripecia en el sentido más literal de la palabra, un recorrido lleno de meandros y sin dirección definida, pero gracias a lo cual tienen lugar toda suerte de reflexiones, observaciones y descripciones sobre el ser humano y el mundo que lo rodea. Y es también la idea que encontramos en su última obra, también de gran extensión, La ladrona de fruta (2017), donde resuenan ecos de la epopeya y del cuento tradicional.
Entre las grandes pasiones e influencias de Handke ocupa otro lugar esencial el cine. Uno de los textos más bellos de cuantos ha escrito es, sin duda, el guion de la película dirigida por Wim Wenders Cielo sobre Berlín (Wings of Desire, de 1987), una auténtica obra de culto, y también es muy brillante el guion de su largometraje La ausencia (1992). Handke es un cinéfilo empedernido, y las referencias a títulos o escenas de películas se entretejen con frecuencia en los argumentos de sus obras, pero también puede decirse que su forma de narrar es muy cinematográfica. El relato que no avanza tanto gracias a un argumento, sino mediante el movimiento de los pies y de los ojos de quien narra se asemeja a una especie de cámara magistral que tanto realiza grandes travellings como permanece muy fija en primeros planos y llega a acercarse hasta transformar la visión como un microscopio. Para Handke, los detalles más pequeños encarnan toda la magia del universo en sus más amplias dimensiones y, entre sus pasajes más bellos se encuentran sus descripciones de la naturaleza. En ella, el tiempo parece estar detenido, pero en realidad todo está animado y todo bulle de vida, solo que a un ritmo de otra dimensión.
Todo ese caleidoscopio de formas, desde el punto de vista lingüístico, trae consigo que los textos de Handke estén llenos de juegos de palabras y de formaciones inventadas que la inigualable flexibilidad de composición de la lengua alemana permite. Y, sobre todo, están llenos de verbos que, con incontables prefijos distintos, definen con la máxima precisión los incontables matices sutilísimos de las múltiples acciones de esa naturaleza que, para él, es un eterno respirar, latir, vibrar y resonar que envuelve al lector en un mundo mágico… pero pone a sus traductores en no pocos aprietos.
No es apenas conocida la faceta de Peter Handke como traductor, pero merecen mención, para terminar, su dominio del griego clásico —ha traducido tragedias de Esquilo (Prometeo encadenado), Sófocles (Edipo en Colono) y Eurípides (Helena)— y la larga lista de clásicos contemporáneos, sobre todo franceses, que se leen en alemán gracias a él: René Char, Marguerite Duras, Jean Genet, Julien Green o Patrick Modiano entre otros. Tampoco extraña en quien, como señala la Academia sueca, concibe el lenguaje como espacio de la existencia humana y la reflexión sobre el lenguaje como esa experiencia mágica que permite adivinar el sentido de eso que llamamos vivir.