El parque nacional de Gorongosa contaba con miles de elefantes, cebras, búfalos y antílopes. / CreativePassion (PIXABAY)
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Autor
Miguel Ángel Criado

Las guerras han diezmado la fauna africana

La mayoría de las áreas protegidas de África han sufrido años de conflictos armados.

En 1960, hace apenas medio siglo, el parque nacional de Gorongosa era una de las joyas de África. Ubicado al norte de Mozambique, contaba con miles de elefantes, cebras, búfalos y antílopes. En el medio millón de hectáreas que tenía, también vivían centenares de leones y otros grandes depredadores, como leopardos, hienas o perros salvajes. Sin embargo, en los 90 ya no había grandes felinos ni hienas ni perros salvajes. Tampoco cebras, búfalos y otros muchos grandes herbívoros. Los elefantes apenas llegaban a 200 y quedaban dos o tres poblaciones de leones. Es el precio que tuvo que pagar la vida salvaje por las guerras de los humanos.

Mozambique ha vivido 26 años de guerra en su historia más reciente. Primero 11 años peleando por su independencia contra los portugueses y después otros 15 de guerra civil. Además del millón de personas que murieron en ambas guerras y los millones de desplazados, los animales y plantas de regiones como la zona del monte Gorongosa han pagado un precio muy alto. Ahora, dos investigadores estadounidenses que llevan años ayudando a recuperar el parque, han levantado la vista y estudiado los desastres que los conflictos armados han provocado en el Gorongosa y en toda África desde el final de la II Guerra Mundial.

"Solo unos pocos países isleños pequeños (Cabo Verde, Mauricio y Santo Tomé y Príncipe) no han sufrido conflictos en sus áreas naturales protegidas", dice el investigador Rob Pringle, profesor de ecología en la Universidad de Princeton (EE.UU.) y asesor científico del proyecto de recuperación del Gorongosa. Pringle, junto a su discípulo Josh Daskin, recopilaron todos los conflictos armados habidos en África desde 1946 y hasta 2010 y los solaparon sobre las 3.585 áreas protegidas de todos los países (menos uno) que forman África.

El ingente estudio, publicado en la revista Nature, desvela que el 71% de las zonas con algún tipo de protección ambiental han sufrido al menos un conflicto armado. Una cuarta parte de las áreas naturales protegidas soportaron una media de más de nueves años de guerras. Hay países, como Eritrea, Chad o Sudán cuyas reservas y parques han vivido casi 30 años de guerras. Y no se trata solo del periodo descolonizador de los años 60 y 70. Desde 1990, la media de conflictos (guerras, golpes de estado, revueltas...) es de 28 al año en todo el continente africano.

En algunos casos, las propias zonas protegidas han sido teatro de operaciones, llegando al minado de su suelo con explosivos, como en amplias zonas de Mozambique y Angola, o al defoliado de sus selvas con agentes químicos. En otras, los desplazados por el conflicto no tuvieron otra que alimentarse de los herbívoros salvajes que encontraban, diezmando las poblaciones salvajes allí donde se asentaban. Aún hoy, en zonas del centro de África, las guerrillas esquilman los recursos naturales para financiar su guerra.

Pero el efecto negativo de la guerra no es tan obvio. A veces, los conflictos le han venido bien a los animales. En Zimbabue, por ejemplo, la población de elefantes, castigada por la caza legal y el furtivismo, se recuperó durante los 15 años de guerra civil que llevaron al poder a Robert Mugabe. En el parque nacional de los Volcanes, refugio de los gorilas de montaña, la mayor parte de las especies de herbívoros se recuperó durante la guerra civil que asoló Ruanda en los años 90. En ambos casos, los furtivos no se atrevían a salir de caza.

"Hay unos cuantos estudios sobre los impactos positivos de la guerra en la vida salvaje debido al efecto refugio", reconoce el investigador de la Universidad de Yale y coautor del trabajo Josh Daskin. En ocasiones, la huida de las personas rebaja la presión humana sobre la vida salvaje. En otras, la guerra ha ahuyentado a las empresas extractivas (madera y minerales), protegiendo indirectamente a la fauna. "Sin embargo, hemos comprobado que allí donde hay alta frecuencia de conflictos, las poblaciones de mamíferos no aumentan", añade. Así, el efecto neto de la guerra es negativo.

La investigadora de la Universidad de California Berkeley, Kaitlyn Gaynor, publicó en 2016 una revisión de 144 estudios de casos y detectó 24 posibles impactos de la guerra en la vida salvaje. La mayoría de estos impactos son posteriores al conflicto. Es lo que desvela el estudio actual: son las consecuencias de la guerra y no las balas y bombas las que más animales matan. Tras la guerra, el sistema legal que amparaba las zonas protegidas se ha resquebrajado. La pobreza hace que desplazados y militares desmovilizados reactiven la caza y el furtivismo. Mientras las compañías mineras y madereras regresan, ahora con más facilidades, las organizaciones conservacionistas recelan y tardan en regresar.

"Aunque el panorama pueda parecer sombrío para la vida salvaje en las zonas golpeadas por la guerra, los resultados de este estudio también sugieren que muchas poblaciones sobreviven al conflicto", dice Gaynor, que no ha participado en esta investigación. De hecho, son raras las extinciones regionales y, a poco que se da una oportunidad a la naturaleza, la vida se recupera.

En Gorongosa, y con la ayuda del filántropo estadounidense Greg Carr, el 80% de la biodiversidad que había antes de la guerra se ha recuperado. Los leopardos o las hienas aún no han regresado, pero ya hay unos sesenta leones. Y la mayoría de los grandes herbívoros, empezando por los 500 elefantes, 440 hipopótamos y más de 200 ñus azules que ya lo habitan, se están recuperando.

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