UN CLÁSICO<br>
Más de dos siglos después de su primera edición, se edita en bolsillo esta obra clásica sobre la decadencia y caída del imperio romano "la mayor escena y, tal vez, la más terrible de la historia de la humanidad" según el propio Gibbon
Reseña realizada por Miguel García-Posada<br>
La nueva edición de la versión abreviada, a cargo de Dero A. Saunders (1952), de la clásica obra de Edward Gibbon, Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano no debe pasar inadvertida. Es una de las obras mayores de la historiografía universal y posee los ingredientes de la gran literatura. Han pasado más de dos siglos desde su primera edición (1776-1788) y la titánica empresa de Gibbon sigue conservando su fresca e inagotable sabiduría. Aportaciones ulteriores han perfilado o precisado pormenores y aspectos parciales, pero la visión global del eminente historiador inglés sigue vigente.
Jorge Luis Borges, que admiraba sin reservas la obra de Gibbon, señaló en su prólogo a ella (Biblioteca personal prólogos, Alianza, Madrid 1988) que son dos las causas que explican su perduración: <<La primera, y quizá la más importante, es de orden estético; estriba en el encanto, que, según Stevenson, es la imprescindible y esencial virtud de la literatura. La otra razón estribaría en el hecho, acaso melancólico, de que, al cabo del tiempo, el historiador se convierte en historia y no solo nos importa saber cómo era el campamento de Atila sino cómo podía imaginarselo un caballero inglés del siglo XVIII>>. Por eso, Borges señalaba también que <<Recorrer el Decline and Fall es internarse y venturosamente perderse en una populosa novela, cuyos protagonistas son las generaciones humanas, cuyo teatro es el mundo, y cuyo enorme tiempo se mide por dinastías, por conquistas, por descubrimientos y por la mutación de lenguas y de ídolos>>.
Poco cabe añadir a las palabras del maestro. Gibbon, en efecto, novela la historia, nos da su teatro, sus escenarios, penetra en la psicología de los protagonistas --sus virtudes, sus defectos, sus sentimientos--, cuenta con tanta amenidad como precisión, exhibe un estilo noble y contenido, pero a trechos dotado de suprema ironia, que conserva la excelente versión castellana de Carmen Francí Ventosa, y domina de tal manera la materia que narra que parece estar inventándola.
Hay momentos únicos sobre el particular; así cuando impugna la leyenda de la cruz que se le habría aparecido al tan astuto como cruel Constantino el Grande: <<si los ojos de los espectadores algunas veces han sido engañados por el fraude, con mayor frecuencia la inteligencia del lector se ha visto insultada por la ficción>>. O cuando indica -- pese a o por su escepticismo en materia religiosa-- que tanta prolijidad por parte de los paganos en la descripción de los prodigios no los autorizaba a olvidar el eclipse y el terremoto que se produjeron a la muerte de Jesús.
Es un placer leer a Gibbon; su magna obra le costó veinte años de arduos trabajos, pero le ha concedido a cambio la inmortalidad de la gloria, que alcanzó, asombrado, para nuestra ventura, ante <<la mayor escena y, tal vez, la más terrible de la historia de la humanidad>>.