Si alguien, con antelación
hubiera multiplicado
los cabales minutos
de mi vida
por la velocidad de la luz
y con esa exacta medida
hubiera dispuesto una esfera
de argentado azogue,
yo hubiera podido contemplar
mi alumbramiento
el día de mi despedida
o tal vez
sólo mi extinción
el día de mi llegada.
Tanta incertidumbre
por no saber
donde se encuentra
el sumidero del tiempo,
el lugar por donde fluyen
nuestras sombras
hacia la definitiva cloaca.