¿Es nuestra herencia biológica la que determina nuestras capacidades e inclinaciones o, por el contrario, éstas son productos de nuestra herencia cultural? Este debate lleva rodando -literalmente- siglos, por lo que parece difícil que a estas alturas se pueda añadir algo nuevo. Paradójicamente, dicho debate ha precedido al desarrollo de la propia biología y, por ello resultó hueco y desenfocado desde su origen.
Sólo al inicio del siglo XXI, el increíble avance de la biología molecular, la neurobiología y la genética del comportamiento (entre otras disciplinas) nos está proporcionando las herramientas necesarias para examinar el viejo debate de la naturaleza humana a la luz de la evidencia experimental. Pero empecemos por el principio. En el siglo XIX, tras la publicación de la obra de Darwin, surgió un movimiento 'filosófico-político' que pretendía analizar (y enmendar) los problemas sociales del momento a través de la teoría de la evolución. Dicho movimiento, denominado "darwinismo social", que fue preconizado por figuras tales como Galton y Spencer, justificó verdaderas atrocidades, como la necesidad de "mejorar la raza" o seleccionar a los inmigrantes en función de supuestos criterios genéticos. Como consecuencia, miles de personas fueron esterilizadas contra su voluntad en Estados Unidos y el Norte de Europa. No cabe la menor duda de que el darwinismo social constituyó un desastre intelectual y moral. Además, era un movimiento puramente ideológico ya que la evidencia experimental en la que se basaba era sumamente débil o inexistente. El propio Darwin se mantuvo conspicuamente al margen. Para empeorar las cosas, durante el III Reich, Hitler empleó elementos de este movimiento para apuntalar su sistema ideológico. Así que no resulta extraño que durante la segunda mitad del siglo XX la mera alusión a la biología en el contexto de las ciencias sociales fuera considerada anatema.
Durante estos años el paradigma operante ha sido ferozmente ambientalista y se ha basado (simplificando mucho) en una idea del filósofo del siglo XVIII John Locke: la doctrina de la "tabla rasa". Según el filósofo inglés, la mente humana al nacer es como un papel en blanco. Todas nuestras capacidades y preferencias derivan de lo que adquirimos por vía cultural, sin que los factores biológicos o innatos tengan alguna contribución en este sentido. Las diferencias entre los individuos serían el reflejo de los diferentes estilos educativos e influencias ambientales recibidas. Así pues, este modelo tiene a su favor el hecho de ser políticamente correcto. Si todos los factores relevantes fueran de naturaleza cultural, bastaría cambiar la educación de las personas para cambiar la sociedad. Por tanto, la premisa subyacente al modelo es que el ser humano es infinitamente maleable, ya que es un mero producto de su ambiente. Por el contrario, se afirma que si los factores biológicos fueran determinantes entonces sería imposible cambiarlos y, por tanto, cualquier intento de cambio social estaría condenado al fracaso. Hoy sabemos que esta afirmación no es cierta. Una cosa es reconocer que los genes contribuyen en la determinación de determinadas características y otra muy distinta pensar que dicha determinación es del 100% y no está sujeta a influencias ambientales. En todo caso, de este "miedo a la inevitabilidad" proviene en parte la hostilidad a la biología como un elemento importante para explicar la conducta humana.
A pesar de que los intentos de integración entre biología y ciencias sociales fueran políticamente incorrectos, ha habido algunas voces discrepantes, en particular la escuela de étologos europeos activos en los años sesenta-ochenta (Lorenz, Tinbergen, Eibl-Ebeisfeldt) o los psicólogos evolucionistas americanos de los noventa (Pinker, Fodor, Tooby, Cosmides). Aunque no se trata en absoluto de un movimiento homogéneo, los 'biologicistas' parten de que la conducta, capacidades e inclinaciones de cada individuo se encuentran en parte pre-programadas en los genes. Según esto, cada especie está sometida a "sesgos" derivados de la forma particular en que ésta percibe y procesa la información sensorial. Asimismo, existen inclinaciones y pautas motoras que son específicas de cada especie y seguramente tienen valor adaptativo. Un murciélago debe tener una idea muy diferente a la nuestra del universo que le rodea. Análogamente, un animal social está inclinado a interaccionar con otros individuos de su misma especie, mientras que un animal solitario tenderá a evitarlos. En definitiva, la posición "biologicista" no niega la importancia del medio ni de la herencia cultural, lo que sí afirma es que los humanos -como el resto de las especies- tenemos una facilidad innata para aprender determinadas cosas y realizar determinadas pautas de conducta. La "tabla" no es completamente rasa. Esta posición ha sido sustentada en varios y excelentes libros. Por ejemplo, Irenäus Eibl-Eibesfeldt realizó una magnífica exposición en "El hombre pre-programado"; Una obra que mantiene su vigencia pese a haber sido escrita en 1973 (excepto en su obcecada defensa de la teoría de la selección de grupo). Recientemente, el neuro-lingüista Steven Pinker hizo un brillante resumen de las posiciones de la psicología evolucionista en su libro "La tabla rasa: la negación moderna de la naturaleza humana".
En los últimos años, los estudios de gemelos idénticos criados aparte y los estudios de adopción han abierto una ventana que nos permite separar los efectos genéticos de los ambientales. Estos estudios, que han sido realizados varias veces en distintos países, indican claramente que los factores genéticos juegan un papel importante en la determinación de la inteligencia, la personalidad, la predisposición a contraer ciertas enfermedades e incluso, en la predisposición hacia determinadas profesiones, hobbies o ideas políticas. Se han determinado heredabilidades de alrededor del 50% para muchos de los factores mencionados, lo que nos dice que la genética no es un determinante absoluto, pero que tiene un peso considerable. Al mismo tiempo, los estudios genéticos en modelos animales -sobre todo en ratón- han permitido caracterizar el papel de muchos genes en la conducta. De esto modo se han creado estirpes de ratones más inteligentes, más agresivos o más proclives a la adicción a ciertas drogas. Aunque no es posible extrapolar directamente a la especie humana, estos resultados no pueden ser pasados por alto. En definitiva, los avances procedentes de distintas disciplinas nos indican, de forma lenta pero consistente, que los factores biológicos son relevantes para explicar muchos aspectos de la mente y la conducta humana.
Es importante señalar que este debate no se zanja en un conveniente término medio (genes y ambiente son importantes) sino que nos lleva a analizar la cuestión desde una óptica distinta. Lo que interesa es averiguar cómo se produce esta interacción entre genes y ambiente, cuáles son los genes y los circuitos cerebrales implicados y -evidentemente- qué factores ambientales son relevantes en cada caso. Claramente, distinguir entre un tipo y otro de factores no es tarea fácil, pero tampoco es imposible en principio, como demuestran los estudios de gemelos y de adopción. Con este nuevo punto de vista, es fácil reconocer que el planteamiento dicotómico -genes o ambiente- está viciado de partida. Somos humanos
porque somos animales y muchas de nuestras características eminentemente humanas son un producto de la evolución. La capacidad de hablar, seguramente el rasgo que más nos distingue de las otras especies, tuvo que requerir cambios concertados en la estructura del cerebro, la laringe y otras partes del aparato fonador; es muy difícil pensar que todos estos cambios no tuvieran un valor adaptativo. Lo mismo puede decirse de muchas características psicológicas, como la tendencia a cooperar, la relativa monogamia que predomina en nuestra especie y la tendencia de los padres por preocuparse por el bienestar de sus hijos.
En 1986, un grupo de científicos de diversas disciplinas patrocinados por la UNESCO, se reunió en Sevilla para debatir el problema de la violencia en las sociedades humanas. La reunión concluyó con la famosa "Declaración de Sevilla", que ocupó un espacio considerable en los medios y que, aún hoy sigue siendo objeto de atención. La declaración de Sevilla constituye sin duda uno de los ejemplos más notables de la confrontación entre ambientalistas y biologicistas y merece ser analizada despacio. Pero antes veamos cuáles son sus puntos más importantes:
Es científicamente incorrecto afirmar que tenemos una tendencia a la guerra heredada de nuestros ancestros animales. Aunque la lucha sea un fenómeno frecuente en el reino animal, se conocen pocos casos de lucha organizada entre grupos de la misma especie, y en ninguno de éstos se emplean herramientas como armas [...] Es científicamente incorrecto afirmar que la guerra o cualquier otra forma de conducta violenta está genéticamente programada en la naturaleza humana [...] Es científicamente incorrecto afirmar que en el curso de la evolución humana ha habido una selección hacia la conducta agresiva en mayor medida que hacia otro tipo de conducta [...] Es científicamente incorrecto afirmar que los humanos tenemos un "cerebro violento" [...] Concluimos que la biología no condena a la humanidad a la guerra, y que la humanidad puede librarse de las ataduras del pesimismo biológico y, afrontar con confianza los cambios necesarios para ello.
Lo primero que resulta extraño es el uso "literario" de la repetición "
Es científicamente incorrecto afirmar...". La corrección o incorrección científica dependen de la evidencia experimental y eso requiere un análisis mucho más profundo que el que se hace en el texto. No parece un
abstract, sino más bien un
mantra. Otro hecho que llama poderosamente la atención es que no va dirigida realmente contra la violencia, sino contra determinados individuos que utilizan la biología para justificarla ¿quiénes son esos
malvados biólogos? No lo sabemos ¿Se refiere a Francis Galton? Si es así, tienen razón pero la declaración llega 75 años después de su muerte. Un poco a deshora. Más probablemente, los declarantes están apuntando a los etólogos europeos: Lorenz, Tinbergen y Eibl-Eibesfeldt, entre otros. En tal caso, la acusación es injusta, ya que estos investigadores siempre condenaron explícitamente la guerra y la violencia; simplemente afirmaron que reconocer el componente biológico de la conducta agresiva nos ayudaría a evitarla. El problema es que no podemos saber a quién va dirigida la famosa andanada de Sevilla.
La agresión entre individuos de la misma especie es un fenómeno generalizado en la naturaleza. Los animales compiten por alimento, territorio, estatus y ventajas reproductivas, por lo que es imposible que este tipo de conducta no tenga un valor adaptativo. También es muy difícil pensar que a lo largo de nuestra evolución como especie, los humanos nos hayamos visto milagrosamente sustraídos de este proceso general. Además, los científicos están empezando a identificar factores genéticos que pueden predisponer a los individuos hacia la agresión. Existen ya pocas dudas de que los factores biológicos juegan un papel importante en la conducta violenta. Es cierto que la lucha organizada entre grupos no es frecuente en el reino animal, pero una de las pocas especies en las que se ha descrito es... ¡el chimpancé! Nuestro pariente animal más cercano.
El texto de la declaración juega con los términos "agresión" y "guerra", argumentando que una actividad organizada en la que se emplean herramientas diseñadas a tal fin es específicamente humana y
por tanto, tiene que ser un producto exclusivo de la cultura. La primera parte resulta evidente, pero la deducción no es cierta, ya que los factores culturales y biológicos no son mutuamente exclusivos. Es justamente en esta falsa dicotomía donde radica el corazón malentendido.
Por otro lado, los datos indican con firmeza que los factores socio-económicos y culturales tienen una influencia fundamental en la conducta agresiva. Numerosos estudios han puesto de manifiesto la conexión entre violencia y prácticas educativas abusivas, conflicto parental y desorganización del medio social. En definitiva, la desigualdad social y sus secuelas constituyen un factor clave. Además, las sociedades varían mucho en cuanto a su grado de violencia. El antropólogo Lawrence Keeley estimó la tasas de homicidio en diferentes culturas y encontró que éstas eran muchísimo más altas entre los cazadores-recolectores que en las sociedades modernas, con tasas de homicidio entre 100 y 600 veces mayores en las primeras. Las diferencias sólo son achacables a factores culturales, pero el hecho de que los cazadores-recolectores resultaran consistentemente más violentos apunta a que la conducta agresiva y la guerra fueran moneda corriente entre nuestros antecesores. Los guerreros de las pinturas mesolíticas de las cuevas del levante español apuntan en la misma dirección.
Por supuesto que la Biología no nos condena a la violencia y a la guerra. Al contrario, la incorporación de la Biología Evolutiva al estudio de la conducta humana puede ayudarnos a explicar el fenómeno y a evitarlo. La condena moral a la violencia se basa en una cuestión de principio; por tanto, debemos oponernos a aquellos que la justifican, independientemente de que empleen argumentos de tipo biológico o de otro tipo. Pero, en el momento que estamos dispuestos a creer que algo es
científicamente cierto por el hecho de que nos parezca
moralmente correcto, hemos dado el primer paso para abandonar el espíritu crítico y la independencia de pensamiento.