a Raúl Vacas Polo
El corazón es ese órgano humeante atestado de paracaidistas,
capaz de dirigir mil operaciones aeroportuarias por segundo.
El corazón tiene la propiedad de la solubilidad, y así se
disuelve en casi todo: en la leche, en el aire, en la palabra.
Las chicharras del verano, el olor a tierra mojada,
los trenes abandonados a mediodía, hinchan el corazón de gas
y movimiento, y le imprimen energía.
Todo ocurre con velocidad en los corazones incendiarios,
que se empeñan como submarinos rojos en las querencias imposibles,
en los equipajes rotos.
El corazón está lleno de hipódromos verdes donde pastan
caballos voladores, de modo que la potencia de un corazón
se mide en caballos de vapor.
El corazón, ese órgano bursátil, ese aparato enrarecido
y furioso, está compuesto de fibras y escarabajos tejedores,
y se explica mediante el lenguaje de los signos:
acercar, dormir, acariciar. Cuando una brizna incendiaria lo toca,
ni los helicópteros, las almendras antidisturbios, los apagadores corta- fuegos,
pueden airearlo.
A veces una mata de amapolas rojas enreda el corazón
hasta asfixiarlo. Alguien o algo lo envenenan, con alimañas
y ozono y oleoductos. El corazón escupe, pero nada consigue calmarlo,
y un agua sucia y estancada detiene todo el movimiento.
Para arrancar de nuevo el corazón: soplar con los labios cerca del pecho,
pulsar on.